La historia de un famoso tanatólogo fundanense
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Cementerio San Rafael |
Armando Peña fue un reconocido preparador de cadáveres de Fundación, quien además ejerció la tarea de dentista. Fue tanto su reconocimiento que se convirtió en todo un personaje típico de la ciudad, una auténtica leyenda cuya identidad logró calar en el imaginario colectivo, por su tenebrosa tarea con vivos y difuntos, y por su modo de ser, lo que lo llevaron a volverse en un mito de todo el conglomerado fundanense.
Peña fue al mismo tiempo una leyenda respetada, estimada y temida. Desempeñaba sus oficios con humildad, desparpajo, y destreza, calmaba desde un dolor de muelas, hasta las penas de un difunto, lo que provocó imaginaciones curiosas en torno a su figura. Como toda leyenda adquirió su estilo propio, se trasladaba por las calles polvorientas en su bicicleta tipo San Tropel, buscaba a sus clientes con fino humor, su personalidad provocaba al mismo tiempo risas y miedo, ejercía su enigmática actividad en la tanatopraxia y en las extracciones dentales de forma empírica y con su propia técnica.
Las autopsias
Antes de que aparecieran las funerarias y se consolidara el servicio de medicina legal en Fundación, Peña fue esa insigne figura que actuó en muchos casos como el médico legista cuando su tarea era la de un auxiliar forense. Practicaba las necropsias en el anfiteatro del cementerio San Rafael, y también prestaba sus servicios a domicilio con los fallecidos de muerte natural.
Peña adoptó sus propios instrumentos y desarrolló sus propias técnicas. Era común encontrarlo en el inadecuado anfiteatro, que aún sigue teniendo Fundación, realizando con destreza las disecciones anatómicas, dividiendo las principales partes del cuerpo según las necesidades forenses, y cuando se hacía necesario intervenía el cráneo con su particular segueta, cuyo ruido característico (rucu, rucu) convertía el lúgubre recinto en expolio de sombríos sentimientos.
En la preparación de lo cuerpos utilizaba diversas técnicas que dependían de la condición social de fallecido. Su tarea incluía la higienización, conservación y apariencia digna de los cuerpos. Era característico el notorio tapón de algodón que colocaba en nariz y oídos, y su recomendación de colocar debajo de los ataúdes abundantes poncheras con hielo para que los cadáveres soportaran los calurosos velorios propio del clima de la ciudad.
Este forense empírico fue un verdadero artista para diseccionar cadáveres, sus años en el oficio lo llevaron incluso a practicarlo en muchas ocasiones sin guantes, tapabocas, ni ropaje adecuado. Tenía pulmones de acero que le hacían capaz de soportar los fuertes olores propios del formol y de los químicos que utilizaba para la preparación de los cadáveres, así como de las pestilencias de los cuerpos descompuestos.
Cuando varios fallecidos hacían cola para su preparación, o el tiempo apremiaba para sus sepelios, se esparcía el rumor de que este pictórico personaje al no tener tiempo para su descanso sin reparo y sin pudor se alimentaba al lado de los cuerpos, aunque éstos estuviesen mutilados o putrefactos. De ahí el apelativo que se ganó : ¡Peña, come muerto!. Por esta razón no había velorio en la ciudad en el que no se hablara del afamado tanatólogo.
Velorio
Mientras Peña hacía su tarea, su familia encargaba a las tipografías de la ciudad, entre ellas la de Pérez o la de Peña, la impresión de los famosos y característicos carteles fúnebres, donde se anunciaba el desenlace del difunto, su ceremonia exequial y lugar de velación. Los postes y paredes de la ciudad eran embadurnados con almidón de yuca o de maicena para adherir estos típico avisos, hoy reemplazados por las redes sociales.
Una vez preparado el difunto su cuerpo era velado en la sala de su domicilio a falta de funerarias. La calle del finado era tomada por las bancas que alquilaba el Teatro Variedades, las cuales tenían un característico color verde en su madera, cuya presencia en el frente de una residencia era signo de un funeral, también se colocaban taburetes y todo tipo se mecedoras momposinas, así como asientos típicos de esa generación en la que no habían aparecido aún las actuales de plástico (tipo Rimax).
En estos muebles se acomodaban los dolientes, quienes además de rememorar historias del desaparecido, se configuraban auténticas tertulias macondianas, tanto para amainar el dolor, como para actualizarse de los últimos acontecimientos, murmuraciones y bromas. Estas conversaciones se desarrollaban al ritmo de encendidos cigarros de Piel Roja, Marlboro, Kent... así como de tabacos y calillas de distintas marcas, donde tampoco faltaban tragos de aguardiente, caña, tinto y calentillo, elementos todos que eran repartidos de puesto en puesto en una bandeja por los parientes del finado. A la vez iban llegando la rezandera, las flores de coral, y los sufragios.
Esta costumbre se repetía durante los nueve días del novenario, al cabo del cual era levantada la mesa del velorio, que estaba rodeada generalmente por la imagen de la Virgen del Carmen o del Sagrado Corazón, así como de cirios, velas y veladoras, así como del misterioso vaso de agua, cuyo propósito era la de calmar la sed del alma en pena.
El Dentista
Peña no solo se dedicaba a los muertos, también deambulaba por las calles calurosas del pueblo en su reconocida bicicleta tipo san Tropel y su mochila de pinzas odontológicas, con el propósito de atender la dentadura de los vivos, para así aliviarles el dolor causado en esta ocasión no por la pérdida de un ser querido, sino por la caries, el sarro o la periodontitis...
ASÍ LE VAS A DECIR A PEÑA
Fue tanta la popularidad de este singular personaje, que la población acuñó un fogoso refrán: ¡Así le vas a decir a Peña!...
Este dicho agudo que se utilizó mucho en los años 80s, se convirtió en una sentencia popular para reprochar con humor o ironía las actuaciones inverosímiles, exageradas o engañosas de los fundanenses, de tal suerte que por ejemplo si alguno expresaba una mentira, el interlocutor le repostaba: ¡Sí como no, así le vas a decir a Peña!