octubre 19, 2016

ENTRE LO NARRATIVO Y DESCRIPTIVO DEL VALLENATO

¿Qué predomina en la música de acordeón del Caribe colombiano?



En los últimos años, se ha acentuado la polémica en torno al carácter narrativo de la música vallenata. Esto, porque diversos autores e investigadores han asumido que las canciones de este subgénero musical son auténticos relatos, a modo de crónicas o narraciones autobiográficas. Otros asumen que en las canciones no hay relato auténtico, sino que predominan los textos descriptivos, incluso argumentativos, con pequeñas secuencias narrativas. Este artículo intenta explicar (por lo menos dejar enunciado) un modelo de análisis de las canciones vallenatas a partir de las secuencias narrativas presentes en ella; para ello, se sustenta en modelos de la teoría literaria, la sociolingüística y la lingüística enunciativa. El texto forma parte de la investigación que el autor está desarrollando en el marco de sus estudios doctorales.

Una de las definiciones más conocidas acerca de Cien años de soledad, la expresó el mismo García Márquez al ex presidente colombiano Belisario Betancur: “Cien años de soledad es un intento de escribir un vallenato de 450 páginas” (Betancur. 1985, citado por Williams. 1992, 119). Con ello, García Márquez no sólo caracteriza su propia obra como vallenato extenso, sino que también está aplicando la fórmula contraria: está caracterizando las composiciones vallenatas (y por extensión las canciones de la música de acordeón del Caribe colombiano) como textos narrativos.

Igualmente se implica que las tradiciones literarias canónicas, que se han impuesto por (y desde) la academia, están fuertemente entrelazadas con las formas primarias del relato (la cuentería, los cantos, los mitos, las leyendas).

Sin embargo, en torno al carácter narrativo de las composiciones de la música de acordeón, en especial de las canciones vallenatas, no existe un consenso entre los investigadores. Gilard (1983), por ejemplo, en el texto Vallenato ¿cuál tradición narrativa?, no cree que las canciones vallenatas –y por analogía, las canciones de otros géneros y ritmos- se sustenten en el relato; o, por lo menos, no en el sentido más puro de los textos narrativos. Su tesis se sustenta en cuatro fundamentos básicos:

a) No existen cantos químicamente puros.
b) Los textos de las canciones se soportan en la emoción y no en la anécdota.
c) Algunas canciones, catalogadas como narrativas, carecen de verbos
dinámicos o de acción, a menos que se refieran a actos de habla.
d) Las canciones no desarrollan las anécdotas de manera completa, lo
cual impide que las historias se desarrollen cabalmente.

Escamilla, Henry y Morales (2005, 19) comparten parcialmente algunos de estos fundamentos. Para ellos, “lo narrativo no existe de manera autónoma
o en estado puro, sino entrelazado con lo descriptivo”. Incluso, en el caso de la música vallenata, estos investigadores reconocen la prevalencia de una dominante descriptiva; lo narrativo, en consecuencia, se configura sólo a través de aspectos narrativos; esto es, se desarrollan como secuencias incrustadas en el discurso descriptivo.

Otros investigadores sostienen que, por el contrario, en la música vallenata –y por extensión a otras expresiones de la música de acordeón- predomina lo que Quiroz (1983, 79) denomina “directriz histórico – narrativa”. Se defiende, con ello, una propensión casi natural –una pulsión vital– de los pueblos a convertir los sucesos de su cotidianeidad en relatos. Esto, en palabras de Bruner ([1991] 2000, 49) se explica desde la “psicología popular”, la cual define como un “sistema mediante el cual la gente organiza su experiencia, conocimiento y transacciones relativas al mundo social… [Ese] principio de organización es narrativo en vez de conceptual”.

Ariza (2009) comparte ese principio de organización narrativa en la música popular del Caribe colombiano, para él:

La música vallenata lleva implícito su carácter narrativo. Desde sus orígenes, contar hechos cotidianos se convirtió en una necesidad del hombre de interpretar su entorno y de hablar a nombre de un sujeto colectivo. Narrar, entonces, se constituye en la mejor herramienta para establecer diversos tipos de comunicación, a la manera de los antiguos cantores de gestas medievales.

Todo vallenato parte de la necesidad de contar un hecho real, bien sea para magnificarlo, criticarlo, burlarlo o clarificarlo. Lo cierto es que las canciones vallenatas parten de un hecho que necesita contextualizarse. Es así como en diferentes textos musicales encontramos tragedias, historias románticas, carnavalescas con una carga picaresca que le da cierta tonalidad de cómico-serio. ([1991] 2000).

Consuelo Araújo (1988, 100) es más radical y emotiva cuando refuta a quienes opinan que, en la música de acordeón del Caribe colombiano, en especial la música vallenata, las estructuras descriptivas prevalecen sobre las narrativas. Ella tilda esto como un “despropósito”, ya que en el vallenato predomina “la narración con música de hechos, sucesos, acontecimientos y situaciones vividas”.

Por su parte, Quintero y Jiménez (2001), Urbina Joiro (2003) y Sarmiento Coley (2007) sostienen que los primeros cantos de la música de acordeón se caracterizaban por una dominante narrativa y por una influencia de la oralidad. Tal dominancia e influencia termina en los años sesenta, cuando (en el vallenato concretamente) aparece Gustavo Gutiérrez y, con él, surge una línea intimista, descriptiva e influida por la escritura, la teoría literaria y la escritura musical.

La posición de Medina (2003), de otra parte, traza una línea mediana entre quienes defienden –en el ámbito de la música de acordeón– la descripción con trazas de narratividad y quienes asumen la existencia de la narración pura. Para él, se requiere analizar la tinta (lo escrito) de cada canción para determinar cuáles son narrativas y en cuáles prevalecen otras formas textuales, como la descripción o la argumentación. Esto tiene un alto porcentaje de certeza, pues las características textuales sólo se pueden determinar mediante el análisis individual de las obra. Sin embargo, es una posición incompleta ya que –aunque resuelve la discordia textual– soslaya una discusión de fondo: el tipo de pensamiento que predomina en cada una de las épocas de la música de acordeón. Es decir, las condiciones sociológicas, antropológicas y psicológicas que subyacen a toda creación humana. Es decir, se obvia el concepto de “psicología popular” propuesto por Bruner ([1991] 2000) y señalado líneas atrás.

Ahora, en trabajos anteriores, el autor de este trabajo ha planteado que las canciones de la música de acordeón se configuran en tres espacios básicos: la montaña, el pueblo y la ciudad, se debe señalar, entonces, que en Cada etapa prevalece un tipo de pensamiento. Esto implica –lo cual no es novedoso- que cuando se conoce el contexto en el que surge el acto discursivo, no sólo es posible re-construir los sentidos posibles, sino también determinar las visiones de mundo, las intencionalidades y los pensamientos predominantes.

Así, en la primera etapa de la música de acordeón, comprendida entre principios
del siglo XX y los inicios de los años sesenta (límite señalado por 1 Véase, por ejemplo, Urango (2008) en el que el autor plantea una división tripartita del espacio narrativo, con dos espacios de transición.

Quintero y Jiménez (2001), por Urbina Joiro (2003) y Sarmiento Coley (2007)), predominan el ámbito rural, la influencia de la tradición oral y, consecuentemente, el pensamiento narrativo 2. Las condiciones sociales en
las que surgen las canciones de esa época (rezago social y económico de
la región Caribe colombiana; compositores campesinos, con poca o nula formación académica, y ningún conocimiento de la teoría musical; poca
influencia de los medios masivos de comunicación y de las casas disqueras; y una sociedad mediada –en consecuencia– por la oralidad, entre otros factores) posibilitaron el uso de la más primigenia y natural de las formas
discursivas: el relato.

Sin dudas, la existencia humana está asociada a la metáfora narrativa. Una sola pregunta puede desencadenar la puesta en escena de una anécdota, de una historia, en el que la persona puede –y esto es frecuente– desdoblarse en un ser discursivo, en personaje; éste se puede caracterizar a sí mismo y –al tiempo– como miembro prototípico de una sociedad. Al respecto, Echeverría (2002: 56) afirma que un relato así:

(…) es constitutivo de lo que el individuo es, ya que es, en los relatos que hacemos de nosotros y de otros, donde generamos lo que somos. La gente con diferentes relatos sobre ellos mismos son diferentes individuos, aunque puedan haber pasado por experiencias
similares. Somos el relato que nosotros y los demás contamos de nosotros mismos. Reiteramos, al modificar el relato, modificamos lo que somos.

(El estudio del llamado pensamiento narrativo forma parte de las indagaciones de varios campos del saber. Al respecto, Smorti ([1994], 2001, 31) señala que si se sitúa el tema de la narración “en el panorama científico actual, podremos localizar algunas tendencias que han favorecido la aparición de una orientación narrativa…así se podrá observar con claridad la presencia de la metáfora narrativa que, al tiempo que ha servido como principio organizador de diversos sectores científicos, ha favorecido también el estudio del pensamiento narrativo”.)

En ese sentido, en las canciones de la música de acordeón, durante esta primera época, el relator se configura en el relato, al tiempo que como un individuo, como un ser social, es decir, sus características individuales caracterizan a los demás miembros de su grupo. Esto se ejemplifica con la canción Compae Chipuco, de José María Gómez:

Viajando para Fonseca,
yo me detuve en Valledupar.
Allá en la plaza me encontré
con un viejito conversón.
Y al pasar le pregunté:
“Oiga, compae, ¿cómo se llama usted?”

II

“Me llaman Compae Chipuco
y vivo a orillas del río Cesar.
Soy vallenato de verdad,
tengo las patas bien pintás,
con un sombrero bien alón
y pa’ remate me gusta el ron”.

Cuando el personaje interpelado se autocalifica como: vallenato de verdá, con las patas bien pintás, con un sombrero bien alón, y a quien le gusta el ron, está implicando, también, las características de quienes comparten su grupo social y su territorio. Eso mismo sucede con la canción El playonero, de Rafael Escalona, cuando el personaje-narrador dice de sí mismo:

Yo salí, yo salí de los playones,
yo salí de los playones,
que hay a orillas del río Cesar.
Yo soy el que sé enlazar,
hombe, lo novillos,
hombe los novillos cimarrones.

Sin embargo, y de manera simultánea, está afirmando lo mismo de los demás playoneros, es decir de los que –como él– salieron de los playones que hay a orillas del río Cesar y son expertos para enlazar el ganado.

La transformación social como antecedente de la transformación
discursiva

De lo dicho en el numeral anterior, se infiere que el pensamiento narrativo está asociado a identidades sociales, a visiones de mundo compartidas y experiencias comunes. “Es como si toda [la] sociedad [fuera] albergada dentro de algunas estructuras fundamentales compuestas de narrativas. Las llamamos metanarrativas o metahistorias. También las llamamos discursos históricos”. (Echeverría, 2002, 255).

De allí, como un ejercicio en busca de reconocimiento y de identidad, nace la necesidad de contar historias. Éstas “funcionan como refugios para los seres humanos” (Ibíd). Y cuando la narración surge en las sociedades premodernas, se sustenta en el mecanismo más eficaz de transmisión de conocimientos y experiencias: la oralidad. Esto se evidencia en las primeras composiciones de la música popular del Caribe colombiano, cuyas historias cuentan lo que cuentan otros.

Ahora, y como se ha dicho reiteradamente, muchos de los compositores de la música popular del Caribe colombiano fueron analfabetos. De allí que, el ejercicio de creación en verso y la disposición rítmica para fijar los relatos populares se convertían en estrategias mnemotécnicas. Acerca de esto, Ong ([1982] 2004, 41) señala que “el pensamiento extenso de bases orales…tiende a ser sumamente rítmico…las fórmulas ayudan a aplicar el
discurso rítmico y también sirven de recursos mnemotécnicos, por derecho propio, como expresiones fijas que circulan de boca en boca y de oído en oído”.

Sólo así, en formatos de canción –o de poesía– pudieron mantenerse en la memoria colectiva relatos anónimos o de autores analfabetos, como El caimán, El amor, amor, La gota fría, entre otros.

Igualmente, las canciones sirvieron para fijar mitos y leyendas que se escuchaban en los pueblos del Caribe colombiano. Ejemplo de ello es la canción La llorona loca, de José Barros:

En una calle de Tamalameque
dicen que sale una llorona loca,
que corre por aquí, que corre por allá,
con un tabaco prendido en la boca.


La expresión dicen presupone la existencia en Tamalameque, de una leyenda que es de dominio popular, la de La llorona. La fuente que propaga la existencia de la Llorona es difusa, imprecisa y se puede reponer como sujeto de la oración: los habitantes del pueblo dicen. La estrategia de usar un sujeto impersonalizado en las narraciones, para indicar que la fuente es
el pueblo, es muy común en la difusión de las tradiciones orales.

La leyenda de la Llorona, incluso, trasciende las fronteras del espacio narrado y se inserta dentro de las narraciones legendarias de América Latina. Forma parte de las tradiciones populares que nacieron en el México virreinal. La existencia de variantes de esta leyenda en otros pueblos hispanoamericanos permite suponer las imbricaciones culturales que se han formado en entre los países de esta región.

José Barros, entonces, se convierte en un escribiente de un relato oral y le otorga las características propias de la literatura musical.

Algo parecido ocurre con la canción La brujita, de Moisés Coronado, cuyo eje temático es la existencia de la figura legendaria de la bruja, que se reafirma
también en el dicen:

En la casita de la vieja barriada
dicen que sale, que sale una brujita;
yo quisiera que me saliera a mí,
para ver, para ver, quién va a sufrir.

La forma verbal dicen también sirve para validar los juicios populares. Es decir, si el pueblo lo dice no se puede dudar de la veracidad. Esto se corrobora en la canción El Balay, de Julio Fontalvo:

Había un toro muy rejuga’o,
era ligero como un rayo,
dicen que como ese ya no lo hay.
Era criollo, cacho encontra’o,
y valiente, de color bayo,
por eso don Arturo lo puso el Balay (bis).

El acto de habla que subyace en el verbo dicen tiene un valor asertivo, ya que se usa como una certeza absoluta: el Balay es el toro más bravo de la región. Ese nivel de certeza es posible porque se trata de un hecho pasado, valorado por la gente. El narrador afirma a través del saber popular. Un uso distinto tiene el verbo dicen en la canción La aventurera, de Pablo Flórez:

Hace tiempo que ha salido de mi tierra
una mujer aventurera
y nadie sabe dónde está.
(…)

Voy a ir a la fiesta ´el Caramelo
donde dicen que es preciso
que ella sale a aventurar,

En ella, el verbo tiene un valor de certeza relativo, incluso ni siquiera el uso de la expresión atributiva es preciso, le da un valor de certeza total. Y la razón es muy simple: este saber, a diferencia del anterior, no se refieres a un hecho pasado, sino a uno futuro, improbable. Es más, el uso de la perífrasis sale a aventurar, en presente y no en futuro (saldrá a aventurar) aumenta ese nivel de improbabilidad.

Una canción que, igualmente, sustenta algunas de sus proposiciones en el verbo dicen, es La historia de un niño, de Leandro Díaz:

Cuando vivía por la Sierra,
muy poco se conocía
se crió lleno de miseria
allá en la monotonía (bis).

Dicen que supo llorar
lágrimas de sufrimiento
fue tan grande su tormento
que es muy difícil contar.
Dicen que el hombre la suerte
no sabe dónde la tiene
y aquel que menos se quiere
resulta ser el más fuerte.

Como se aprecia, en una misma estrofa el verbo aparece en dos ocasiones, pero con sentido distinto. El primero (dicen que supo llorar…), equivale a cuentan (puede rescribirse: cuentan que supo llorar…), es decir, se alude a
un hecho pasado; el segundo (dicen que el hombre la suerte…), se utiliza a modo de máxima o sentencia, como un saber irrefutable, que se cumple siempre y en toda circunstancia. En ambos casos, sin embargo, predomina el carácter de dominio común o saber popular.

Otra canción, de José Barros, La Piragua, revela otra configuración de la tradición oral. En ella, identifica la fuente del relato primigenio, los abuelos del narrador, que implica, al mismo tiempo, una fuente más restringida y personalizada:

Me contaron los abuelos que hace tiempo, navegaba en el Cesar una piragua, que partía de El Banco, viejo puerto, a las playas de amor en Chimichagua (bis).

Este relato revela una de los fundamentos de la tradición oral: su carácter intergeneracional 6. De ese modo, es decir, contando historias de padres a hijos, de abuelos a nietos, pervivieron innumerables historias en las sociedades ágrafas. La presencia de los abuelos en la canción de José Barros, por tanto, constituye un dato relevante del sustrato oral en el cancionero popular del Caribe colombiano.

Las canciones señaladas corresponden a compositores nacidos en las tres primeras décadas del siglo XX, oriundos de pequeñas poblaciones del Caribe colombiano. Y como se aprecia –la muestra puede ser sustancialmente mayor– en ellas predominan los elementos narrativos (narrador, marco
espacio-temporal, personajes, referencias a una fuente discursiva primigenia, en fin).

La prevalencia narrativa culminó a comienzos de los sesenta. Así lo expresan, como ya se dijo, Quintero y Jiménez (2001), Urbina Joiro (2003) y Sarmiento Coley (2007). Este último afirma: “Hasta 1960, las canciones vallenatas –las de Rafael Escalona, Juan Muñoz y Emiliano Zuleta Baquero, en particular– eran eminentemente narraciones costumbristas”. A partir de entonces, un grupo de compositores –que, como se ha comentado, estaba encabezado por Gustavo Gutiérrez– introdujo, en las canciones de la música de acordeón, nuevas temáticas (con predominio del despecho, y el desamor), nuevas formas de organización de las estrofas, otras formas de conteo silábicos (los versos eran desiguales, a diferencia de composiciones anteriores que tenían, por lo general, una versificación homogénea), novedosas estructuras melódicas e hibridaciones con otros ritmos musicales latinoamericanos (como la ranchera, el bolero, la típica, entre otros).

En este nuevo contexto, la puesta discursiva ya no se sustentaba en la narración, sino que había una prevalencia descriptiva y lírica. La transformación en tal sentido fue tan determinante que Urbina Joiro, en su trabajo Lírica vallenata (2003), propuso que el paseo surgido en esa nueva visión
se asumiera como un ritmo distinto a los cuatro ritmos canonizados por la tradición vallenata, paseo, son, merengue y puya.

Las condiciones históricas para que surgiera el paseo lírico –denominación propuesta por Urbina Joiro– eran sustancialmente distintas a las que propiciaron el desarrollo de la línea narrativa. Los compositores ya no sólo no eran analfabetos, sino que algunos eran profesionales universitarios o en trance de serlo; conocían –muchos de ellos– la teoría musical; eran lectores
de poesía hispanoamericana (entre los poetas más leídos estaban el chileno Pablo Neruda, el español Gustavo Adolfo Bécquer, el nicaragüense Rubén Darío y los colombianos Julio Flórez y Porfirio Barba Jacob), y vivían en pequeños centros urbanos.

Además, ya los medios de comunicación y las casas disqueras empezaron a interesarse en el tema de la difusión y la comercialización; y los conjuntos de acordeón multiplicaron su organología y sus miembros. Es decir, del antiguo conjunto formado por un acordeonero, un cajero y un guacharaquero (en los cuales el acordeonero era, al tiempo, el cantante), se pasó a otro al que se adicionó un tambor más grande (tumbadora), un cencerro (instrumento de metal, que se golpea con otro instrumento para marcar el ritmo), un bajo eléctrico y una o más guitarras; otros conjuntos agregaron un bombardino, como el de Alejandro Durán que mediados de los cincuenta,  había incorporado uno a algunas de sus ejecuciones, algo que fue criticado por los puristas de la llamada música vallenata.

Se les denomina cajero, a quien ejecuta la caja (pequeño tambor de madera hueca, de forma cónica y forrado, inicialmente, con piel de ganado y, después, con las películas de las placas radiográficas) y la guacharaca (instrumento elaborado, en sus comienzos, con el tallo de una planta denominada uvita de lata, al cual –de un lado- se le hacían unas estrías transversales, y –del otro- una concavidades longitudinales que cumplían la doble función de resonancia y sostén; el sonido salía por la fricción de un elemento metálico, a modo de tridente. Hoy, sin embargo, las guacharacas son de aluminio).

A finales de los sesenta, hubo un cambio fundamental en la puesta en escena musical: se incorporó un cantante distinto al acordeonero. Esta novedad
se introdujo, para siempre, en 1968, con el conjunto Los Guatapurí, de Emilio Oviedo, que tuvo el acompañamiento vocal de Jorge Oñate. Antes, algunos conjuntos, de manera ocasional, incorporaban una voz líder. Sin embargo, desde la aparición de Jorge Oñate, que posteriormente se unió al conjunto de los hermanos López, cantante y acordeonero dejaron de ser la misma persona.

Los aspectos mencionados cambiaron la manera de construir las canciones de la música de acordeón. Pero fue en 1969, durante el segundo Festival de la Leyenda Vallenata, cuando se presentó el hecho que habría de cambiar la pauta de las composiciones.


 Ese año se instauró el concurso de la canción inédita y el ganador fue Gustavo Gutiérrez, el precursor de la línea lírica, con el paseo Rumores de viejas voces. Ese triunfo no sólo fue simbólico, sino también directivo: quienes aspiraran ganar en ese concurso debían componer con los parámetros de la primera ganadora, cuyo carácter lírico y descriptivo se evidencia a continuación:

Adiós recuerdos
recuerdos amigos
de mi viejo Valle
Valle mío querido.

Ya no se escuchan las notas acordes de viejos sones de Tobías Enrique, Jaime Molina y sus versos de amores ya quieren irse por odios y piques. Porque mi tierra ya no es lo que fue: emporio de dulce canción, remanso de dicha y de paz
y amenizado en acordeón. Recuerdo aquellas mañanas que por las calles se oían venir, canciones que con sus versos
al despedirse querían decir: rumores de viejas voces de tu ambiente regional. No se escucharán los goces de tu sentido cantar;

Ya se alejan las costumbres
oh, Viejo Valledupar,
no dejes que otros te cambien
el sentido musical.

Ya sólo quedan en páginas bellas, esos recuerdos de Rafa Escalona, vivimos siempre entre pleito y querella y hasta el folclor, ya no encaja ni entona. Porque mi tierra ya no es lo que fue: emporio de dulce canción, remanso de dicha y de paz
y amenizado en acordeón.

En la región del Cesar, Magdalena y la Guajira, la línea lírica propuesta por Gustavo Gutiérrez fue seguida, inicialmente, por otros jóvenes compositores como Freddy Molina, Santander Durán Escalona y Octavio Daza.

Curiosamente, los tres también ganaron el concurso de la canción inédita del Festival de la Leyenda Vallenata. Freddy de Jesús Molina Daza, que murió extrañamente en 1972, cuando sólo contaba veintisiete años de edad, obtuvo el primer lugar en 1970, con el tema El indio desventurado:

Al saber la triste historia
que me contaron de un indio
juré no dejarte sola, y
eternamente estar contigo,
dicen que el indio partió,
volviendo a los pocos días,
y de soledad murió
su compañera que le quería.

Estribillo
Y cuenta de esa leyenda,
del indio desventurado,
cual noble sería su pena
que fue y murió a su lado.
Eso demuestra que aquel
que ama sinceramente
con mucha calma pa’ ser feliz,
recibe la muerte.

El noble indio antes de morir
muchas veces dijo:
bonita es la soledad
pero yo siempre estaré contigo.

II

En la cabecera del río Badillo
cerquita de la Nevada
dos escuetos tendidos
entre dos piedras quedaron en la nada,
abrazados en el sueño eterno
como haciéndose el amor,
la soledad y el silencio
se contemplan con dolor.

Durán Escalona, por su parte, ganó el concurso en 1971, con el paseo Lamento
arhuaco:

Allá en los picos de la Nevada
en donde queda San Sebastián
viven los indios de piel tostada
de canto triste, sin sol ni pan.

Fueron guerreros de raza valiente
que derrotada ante el invasor
huyó del valle donde la muerte
iba a caballo conquistador.

Hoy solo quedan de aquellas glorias
leyendas, ritos, resignación,
muchas tristezas, bellas historias
y el gran olvido de la nación.

En noches tristes la Nevada
cuando aúlla el viento en los arrayanes,
el indio añora su tierra amada,
al viejo valle de sus mayores.

Hoy, perseguido, desamparado,
solo salvando su tradición,
el indio pide ser escuchado,
ser hombre libre, tener honor.

Y Octavio Daza, un ingeniero civil, ganó el concurso de la canción inédita del Festival de la Leyenda Vallenata, con su composición Río Badillo, en 1978, dos años antes de caer asesinado en Barranquilla, cuando sólo contaba 32 años de edad.

El río Badillo, fue testigo de que te quise,
en sus arenas quedó el reflejo de un gran amor, de una pareja que allí vivió momentos felices, que ante sus aguas juró quererse con gran pasión. De pronto llegó la noche, se ven los astros en el firmamento, mira la luna allá atrás del cerro que nos trae su luz de amor, no tengas miedo.

Estribillo
Mira el paisaje, contempla el cielo,
la luz radiante de aquel lucero,
oye las aguas de río,
que están haciendo coro para divertirte,
porque ellas se han dado cuenta
que yo sufro mucho cuando tú estás triste,
entonan las aguas, su bella canción,
dicen que esta noche, llena de encantos,
convida el amor.

El río Badillo con su canto me convenció
y tú accediste sensiblemente a quedarte allí. Esa es la noche que más recuerdo y venero yo, porque apacible fuiste conmigo al decir que sí. Ya llegó el amanecer, cantan las aves al despertar el día, mira los rayos del astro rey que vienen saliendo de la serranía.

Estribillo
Oye el cantar de los campesinos,
mira un turpial haciendo su nido,
mira aquella mariposa
como juguetea a la orilla del río,
pero muéstrame una cosa
que sea más hermosa, que el cariño mío.
Si algún día peleamos por algún motivo,
si reconciliamos, que sea a la orilla del Río Badillo.

Estas canciones, aunque eran líricas e introducían elementos que las diferenciaban de las que se han denominado canciones de la primera época, mantenían, sin embargo, algunos elementos narrativos. Es decir, aún existían rezagos del pensamiento narrativo. Incluso, algunos compositores
posteriores, como Hernando Marín, Nicolás Maestre, Rosendo Romero, Héctor Zuleta, Tomás Darío Gutiérrez, Rafael Manjarrés, Fernando Dangond, Roberto Calderón y Marciano Martínez, entre otros, cuyos éxitos se impusieron desde finales de los setenta hasta los noventa, se movían en una línea difusa entre la narración y la lírica.

La influencia de Gustavo Gutiérrez en los nuevos compositores fue tan determinante que algunos de ellos la manifiestan en sus canciones; es el caso
de Rosendo Romero quien, en Mi primera canción, reconoce el carácter precursor y las características de las composiciones de Gustavo Gutiérrez:

Me fui siguiendo el estilo
del gran Gustavo Gutiérrez (bis),
por ser romántico y sentido
cuando cantaba penas y placeres (bis)

Sin embargo, ya a finales de los setenta y comienzos de los ochenta, las canciones de la música de acordeón aludían, cada vez más, a referentes urbanos y menos a los elementos rurales. Y, con ellas, la narración desaparecía como discurso dominante. La nueva generación de compositores, casi todos profesionales universitarios radicados en las grandes ciudades del Caribe colombiano, enfatizaba en el monotema del despecho. En cuanto a su estructura, las canciones de esta época se construían en torno a un estribillo que, repetido en múltiples ocasiones, buscaba una recordación rítmica. Así, por ejemplo, la canción Amor, amor, de Israel Romero, e interpretada por el conjunto el Binomio de Oro, repite veinte veces, a manera de estribillo, la palabra amor sin mencionar ninguna otra.


La agrupación el Binomio de Oro fue determinante en los cambios más drásticos que sufrieron las canciones de la música de acordeón. La instrumentación que introdujo asimiló el conjunto a una orquesta: uso de sintetizador, batería e, incluso, de varios acordeones de manera simultánea. En la interpretación, especializaron las coros (utilizaban primera y segunda voz,
y una voz intermedia) y, en ocasiones, la voz líder se acompañaba de una voz en tono más alto, a modo de sobrecanto. En la escenificación, usaban coreografías preparadas y uniformes vistosos.

Es decir, el Binomio de Oro empezó a apropiarse de nuevas tecnologías y de las posibilidades de difusión que brindaban los medios masivos de comunicación.

Para ello, era necesario despojarse de la condición de provinciano, pueblerino o corroncho, con la que despectivamente se llamaba a quienes interpretaban o disfrutaban la música de acordeón. La agrupación se convirtió, así, en un fenómeno urbano.

Después de la aparición del Binomio de Oro, paradigma de la línea lírica en la música de acordeón, y primer conjunto que obtuvo un verdadero reconocimiento más allá de la región Caribe colombiana –más allá, incluso, de las fronteras del país–, nada sería igual en este género musical.

Palabras para concluir (sin concluir)

Con panorama mostrado se concluye que el discurso dominante de las canciones de la música de acordeón no puede determinarse al margen del
contexto en el cual surgen. Es decir existen diversas variables que condicionan el acto creativo. Como se comentó, para Bruner ([1991] 2000, 53) la respuesta a esto se encuentra en el concepto de psicología popular, puesto que:

(…) postula la existencia de un mundo fuera de nosotros que modifica
la expresión de nuestros deseos y nuestras creencias. Este
mundo es el contexto en el que se sitúan nuestros actos, y el estado
en que se encuentre el mundo puede proporcionar razones para
nuestros deseos y creencias.

Las condiciones sociales de los compositores y de su entorno, la realidad cultural, la imposición de las lógicas del mercado musical y los intereses de los productores, de las casas disqueras y de los medios de comunicación, fueron –en consecuencia– desplazando el universo creativo del campo hacia la ciudad. Y con esto, la narración fue cediendo ante el discurso
descriptivo y las propuestas intimistas.


Por: Juan Carlos Urango Ospina
Universidad de Cartagena

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