Historia de la expedición que partió desde Fundación en búsqueda de los últimos indigenas Chimilas...
Entre 1915 y 1920
Los habitantes de Fundación en sus primeros años siempre mostró un interés por la etnia Chimila, que deambuló por estas tierras antes de la conquista, y lo demuestra el hecho que un prestiogioso hotel llevó su nombre, así como un barrio tambien lo posee, además el Club de Leones los Chimila, y un hogar infantil administrado por el ICBF.
A principios del siglo XX, el antropólogo sueco Gustaf Bolinder contactó a los indígenas del río Ariguaní, en el norte de Colombia, conocidos en aquella época como "Chimilas". Al igual que otros exploradores y etnólogos contemporáneos, los retrató como un grupo seriamente desintegrado y al borde de la extinción.
Se argumenta que la noción de decadencia chimila fue el resultado de un complejo proceso de interacción cultural, en el cual tuvieron una enorme influencia las prácticas y representaciones indígenas orientadas al aislacionismo, el catastrofismo y el rechazo a lo extranjero. Paralelamente, la información presentada introduce dos textos inéditos de bolinder sobre el tema.
LOS CHIMILA: UN PUEBLO MORIBUNDO
Por Gustaf Bolinder
Los tres blancos creían que su odisea se acercaba a su final pero aún les faltaba mucho por andar. Todo transcurrió así. Mi esposa y yo ya habíamos empacado y estábamos listos para irnos de Valledupar. En Valencia nos esperaban el fotógrafo y dos burros. Mis animales estaban agotados y sólo podíamos servirnos de una mula. Los dos burros de Valencia tampoco eran de utilidad.
Esto nos obligó a alquilar una recua, de la cual se nos aseguró que pronto estaría lista para la marcha. Pero los suramericanos no le dan el mismo sentido a la palabra mañana. Pasaban los días y la recua nunca estaba lista. Su dueño, un comerciante de caballos de nombre Buenaventura, al que llamaban "Buena-venta", nos acompañaría por buenas razones.
Desde Valencia nos llegó el rumor de que el fotógrafo estaba enfermo. Aunque los animales no estaban completos, decidimos partir de inmediato. Entonces apareció, pálido y hecho una miseria, tambaleándose sobre un burro no menos miserable. ¡Era nada más y nada menos que el fotógrafo! En medio de un delirio febril se había levantado, ensillado su asno y cabalgado hasta Valledupar. Ni él ni su burro tuvieron las fuerzas para llegar el primer día, viéndose obligados a pasar la noche sin comida y en medio de la selva. Por fortuna, las olas de la guerra habían conducido un médico alemán a las playas colombianas, y desde allí, a las sabanas y a Valledupar. Él logró levantar al fotógrafo a punta de inyecciones de quinina.
Por fin, al día siguiente, la caravana partió. Como es costumbre en el país, varios dinatarios de la ciudad nos acompañaron por un trecho a caballo.
Son innumerables las historias que podrían contarse sobre el viaje de una caravana con pésimos animales y con un miembro débil y agotado, a quien el médico le había prohibido por completo comer cualquier cosa diferente al caldo con galletas remojadas. Puesto que ya he relatado uno que otro detalle de las aventuras y contratiempos de los caminos, aquí sólo me referiré a un pequeño episodio, que no se cuenta entre los usuales del recorrido. Decidimos descansar en el lecho seco de un río para hacer café. Justo cuando mi esposa estaba a punto de sentarse bajo la sombra de un arbusto, nuestro buen Buenaventura la agarró por el brazo, haciéndonos señas con un semblante aterrado.
¡Por poco se sienta sobre un caimán! Se trataba de un ejemplar menor pero suficientemente grande como para haber matado una oveja, cuyos restos se hallaban esparcidos alrededor. ¡Era en verdad un asiento muy inapropiado! Afortunadamente había quedado repleto después de aquel banquete. Después de que unos tiros de revólver acabaron con su vida, pudimos encontrar, efectivamente, una oveja en su barriga.
En un charco, un poco más allá, en el lecho del río, chapoteaba un compañero suyo. Le mandé unas cuantas balas del Browning, y despareció. Aunque los caimanes son tímidos en los caminos transitados, en aquellos parajes en donde la población es escasa, o en los lugares en donde ellos son numerosos, se tornan descarados y no vacilan en atacar a los seres humanos. En el Magdalena ni siquiera se toman el trabajo de apartarse ante los resoplidos de un vapor fluvial.
Finalmente, después de atravesar sabanas secas por el verano y selvas todavía húmedas por la lluvia, llegamos a Santa Marta, el punto final del ferrocarril de Fundación. Nos hospedamos en la casa de tres jóvenes alemanes que habían montado un pequeño aserradero a la orilla del río. Trabajaban y trajinaban mucho más que sus propios peones. Encima de su mesa se encontraba un viejo ejemplar de la revista Die Kunst, en la cual hallamos la única noticia que nos llegó sobre la muerte de Anders Zorn. Ya nunca sabría cómo iba a concluir la expedición que con tanta generosidad apoyó.
Desde Fundación es fácil llegar a Barranquilla. En ese punto planeábamos tomar un barco sueco. Pero ¡ay! ¡Falsa alarma! No había ninguna embarcación esperándonos. ¿Ahora qué íbamos a hacer? No vacilamos ni un instante. Sólo existía una cosa que no había alcanzado a realizar. El fotógrafo y yo partiríamos en busca de los chimilas.
En las primeras crónicas de los conquistadores aparecen bastantes notas sobre estos indios. Ximenes de Quesada, el conquistador de los chibchas, atravesó sus tierras cuando se abría camino hacia las misteriosas montañas de oro del interior del país. Los conquistadores tuvieron que soportar grandes penalidades en su territorio, en las selvas aledañas a la Sierra Nevada. Había animales salvajes, alacranes y ciempiés, verdaderas pestes de insectos de toda índole. Las fiebres y la falta de alimentos hicieron que el recorrido fuera prácticamente insoportable.
Eran muchos los peligros desconocidos. A las plagas cuyas larvas viven en la piel humana se sumaba el manzanillo, una planta cuyos vapores venenosos matan a quien duerme bajo su sombra y cuya savia corroe la carne hasta el hueso si una sola de sus gotas cae sobre la piel. Y entre la manigua asechaban los chimila con sus fechas envenenadas, listos a atacar. Quesada y los otros aventureros españoles difícilmente hubieran podido llegar a imaginar que aquellos salvajes desnudos eran parientes de los altamente civilizados chibchas, cuya cultura y abundantes riquezas en oro asombraron a los europeos.
El país de los chibchas fue conquistado, pero los chimila se mantuvieron independientes. A lo largo del siglo XVIII se escribieron libros sobre la mejor manera de sojuzgarlos. Todavía a mediados del siglo XIX les inspiraban terror a los patrones de las canoas que recorrían el río Magdalena. Ninguna guerra pudo exterminarlos.
Pero hace cinco años quedaban muy pocos. Después de haber hecho esfuerzos, encontré el último residuo independiente de la tribu. Sólo subsistían siete individuos. ¿Quién o qué los había acabado? Solamente había una respuesta, la de siempre: la civilización.
Fue la civilización de la que siempre huyeron, con enfermedades peores que la malaria y la disentería, con un aguardiente que causa más muertes que las serpientes y los escorpiones, con ferrocarriles y plantaciones que acaparan las áreas de caza y las mejores tierras cultivables. Su fin se ha acercado inexorablemente. En el momento en que escribo estas líneas, es muy posible que ya haya llegado. Porque cuando muera el último cacique, ya bastante enfermo y agotado, desaparecerá toda la tribu, si es que siete personas pueden llamarse una tribu.
En Fundación nadie sabía en dónde podían hallarse. "Ya no existen", era la respuesta más usual. Y nadie quería confiar sus animales a una empresa de búsqueda tan arriesgada. Por eso decidimos partir a pie, junto con un burro y el mejor peón de los alemanes. Ellos lo apreciaban porque, como decían, su sangre era igual que la vieja bandera alemana: negra, blanca y roja. Puesto que era un excelente hombre, con una notable capacidad para abrirse camino y encontrar algo comestible, nosotros también le cogimos afecto.
La primera tarde llovió y los zancudos nos obligaron a huir. Después de muchas horas de marcha, y de deambular por tres días y tres noches, encontramos a un hombre que, por una elevada remuneración, estuvo dispuesto a enseñarnos el lugar en el que se hallaban los indios. Tras haber vadeado varias veces el torrentoso río Ariguaní, nos topamos con sus chozas en la mañana.
Pero la suerte no estaba de nuestro lado. En aquel lugar sólo se hallaba presente una vieja ciega, muy fea y llena de llagas. Como es obvio, deseábamos esperar al hombre y los jóvenes que se encontraban cazando. Nuestro guía no tenía ánimos de quedarse, así que nos recomendó ante la vieja y se fue. A juzgar por la cara de la mujer, sin embargo, sus recomendaciones no sirvieron de mucho. Ella, además, no conocía al guía más que a nosotros, y eran pocas las palabras que sabía en español.
Allí nos quedamos hasta que cayó la noche, hambrientos y cansados. Por fin aparecieron los otros indios. No puedo decir que nos hayan recibido con mucha amabilidad: se acercaron armados con arcos y fechas listos para ser usados. Aunque sabía que seguramente se trataba de una demostración de asombro, no fue un acontecimiento muy agradable. Nos aseguraron que hasta ese día ningún blanco se había acercado, y, desde luego, no esperaban nada bueno de los blancos. A pesar de esto, unos regalos de poca monta los tranquilizaron.
Si bien los chimila tienen chozas amplias y buenas, tuvimos que dormir afuera, sobre el suelo, con nuestras delgadas ropas y tan sólo cubiertos por unas hojas de palma, por si acaso llovía. La noche fue fría y los mosquitos pulularon.
Los dos jóvenes durmieron con nosotros. Además de ellos había un viejo, una anciana ciega, un muchachito y dos mujeres, una mayor y otra menor, ambas esposas del viejo. Los jóvenes nos confesaron que, una vez muriera el viejo, se largarían. Ya tenían pantalón y camisa escondidos en sus chozas y tenían la intención de "civilizarse". Debido a la situación que atravesaban les era imposible conseguir mujeres: las dos únicas que había eran las del viejo. La anciana ciega era la madre de uno de los jóvenes, y el otro era hijo del viejo.
Los muchachos hablaban bastante bien en español pero los demás casi nada. Toda la noche los oímos discutir en sus chozas. Aunque su lengua está estrechamente emparentada con la de los ijcas, y con la de los chibchas, no entendí ni una sola palabra.
Al día siguiente logramos cambiar un cuchillo por unas cuantas raíces cocidas. Después de comer fuimos a ver a nuestros anfitriones, todavía un poco afables. Los viejos tenían un aspecto horrible, pero las mujeres y los jóvenes eran de semblante agradable. Si no fuera por una especie de faldón bellamente tejido y pintado, podría decirse que los hombres andaban desnudos.
Las mujeres, por su parte, llevaban un camisón abierto por los lados. Todos sufrían de enfermedades en la piel y, en especial, de jobero o carate, dolencia que se manifestaba con manchas blancas. Me aseguraron que el uso de pintura roja hecha de achiote los protegía contra las innumerables nubes de mosquitos y jejenes pero, a juzgar por su constante rasquiña, era un remedio poco efectivo. En cualquier caso, siempre andaban untados de pies a cabeza de la pintura, luciendo como verdaderos "pieles rojas".
Los pobres llevan una vida bastante miserable. No sacan gran provecho de sus sembrados y la caza es pésima. Tampoco celebran fiestas ni bailes, puesto que su tribu está diezmada. ¡Qué diferentes estos indios desnutridos y enfermos y los alegres y felices marocasos, en las montañas frescas y fértiles!
Los chimila poseían un buen cúmulo de objetos de interés etnográfico. En sus chozas tenían hamacas cortas y poco cómodas, canastas muy bien hechas y primitivas vasijas de barro. También había tambores de gran longitud, que, si no hubieran sido observados por los primeros conquistadores, podrían creerse de origen africano. Todo estaba untado de pasta roja.
Sus armas también eran interesantes. Al lado de los arcos reposaban muñequeras de madera empleadas para dispararles a los pájaros en los árboles o en vuelo. Los chimila son los únicos indios de esta parte de América del Sur que todavía utilizan una antigua maza de madera, un arma pesada y terrible. La ancha hoja de la maza termina en una larga punta, que se entierra en el suelo cuando el arma no se necesita. Aunque ciertos tipos de fechas estaban envenenados, seguramente con el jugo del manzanillo, los indios temían reconocerlo y nos previnieron sobre las fechas alegando que eran "medicina".
Las chozas eran grandes, completamente cubiertas de hojas de palma. Sus entradas eran tan bajas que había que atravesarlas a gatas. Una hoja de palma hace las veces de puerta. Su construcción demanda utilizar los árboles nativos que aún crecen allí. Las habitaciones son de tipo palenque y el techo tiene la forma de una silla de montar directamente colocada sobre el suelo. Entre todos, los siete miembros de la tribu tenían diez chozas repartidas en dos pueblos. El espacio era más que suficiente para vivir.
Todas las chozas, al igual que los cultivos, eran nuevos. No había pasado mucho tiempo desde la última vez en que se habían replegado ante la creciente avanzada de la colonización.
No fue fácil filmar a los indios, pero lo logramos a punta de zalamerías y regalos. Documentamos a la vieja ciega, a la joven esposa hilando, a los muchachos asando carne sobre una parrilla de madera y a todos los hombres practicando con sus armas. El viejo esgrimió la espada con bastante pericia. Lastimosamente, no logramos convencerlo de quitarse un viejo cuello almidonado que habíamos encontrado en nuestro equipaje y que le ofrecimos colocar alrededor de su arrugado cuello. Semejante adorno quedó registrado en la película y, probablemente, el viejo aún lo tiene puesto.
Hubiéramos querido quedarnos un tiempo más con los chimila. Sabíamos que la oportunidad de volverlos a estudiar seguramente no se repetiría. Pero nuestros anfitriones no estaban muy dispuestos a seguir permitiendo nuestra estancia. Estaban convencidos de que nuestro verdadero propósito era espiarlos para, tal vez más adelante, arrebatarles su último refugio, crear cultivos y sembrar pasto para ganado. Por eso nos contaban ansiosamente sobre la pobreza de la tierra y la escasez de la caza. Si bien es cierto que tenían razón, no fue fácil perdonarlos por tratar de expulsarnos a punta de hambre. Eso fue lo que precisamente hicieron para mostrarnos la miseria en que vivían y, naturalmente, para apurar nuestra partida. Solían comer a escondidas por la noche, en la choza del viejo, cosa muy rara entre los indios, que suelen ser sumamente hospitalarios.
Cuando se acabaron los objetos de trueque y la película, decidimos ponernos en camino. Nos aguardaban pesadas marchas nocturnas. Los jóvenes, ante la insistencia del viejo, nos acompañaron por un trecho, obviamente para verificar nuestra partida. Nos ayudaron muy amablemente a cargar nuestro equipaje. Un poco antes de llegar a la hacienda más cercana se detuvieron y nos señalaron el camino que debíamos coger, negándose a seguir más adelante. Vadeamos el brazo del Ariguaní que separa sus tierras de caza de las posesiones de los blancos y les dijimos adiós agitando nuestras manos. La última vez que los divisamos, estaban sentados y sumidos en profundas reflexiones. Tal vez era la primera y la última vez que habían podido recibir la visita de unos blancos en su morada.
La vuelta la hicimos directa. Al cabo de 48 horas de marchas forzadas y sin acampar llegamos a Fundación. De inmediato, sin siquiera quitarnos la ropa, nos tiramos al río.
Todo había acabado, habíamos regresado a la civilización. El peón se encargó de nuestros harapos y por fin nos vestimos de lino y palmbeach. Cogimos el primer tren para Ciénaga, y allí, el primer barco hacia Barranquilla.
Puesto que ningún barco sueco estaba en camino, y fue imposible recibir información telegráfica de Panamá, nos embarcamos en el vapor francés Haiti. ¡Llegamos a Colón exactamente 72 horas después haber cruzado el Buenos Aires de la Johnsonline, que se dirigía a casa! No podíamos concebir otra situación peor que quedarnos atrapados en Panamá. Hasta pensamos en organizar otra expedición. Ciertos acontecimientos, empero, lo hicieron imposible.
INTRODUCCIÓN
El antropólogo sueco Gustaf Bolinder contactó en 1915 y 1920 a los pobladores indígenas de las llanuras del Ariguaní, conocidos desde el siglo XVI como "chimilas". Al igual que otros exploradores y etnógrafos de su época, los retrató como un pueblo independiente pero en franco deterioro, llegando a asegurar que los individuos con los que se había topado eran los últimos representantes de la tribu.
La manera en que bautizó algunos de sus escritos es bastante diciente al respecto. Mientras que su principal informe académico en alemán sobre el tema lleva por nombre Die letzten Chimila-Indianer (1924), "Los últimos indígenas Chimilas", otro de carácter anecdótico publicado en sueco es el capitulo titulado "Ett döende folk", "El pueblo moribundo", del libro Indianer och tre vita (Bolinder, 1921: 201-211).
La exposición se divide en cinco apartes. En el primero se reseñan los motivos que condujeron a Bolinder a Colombia, los temas que más le llamaron la atención y las diferentes exploraciones que realizó en el norte del país.
En el segundo se exponen sus investigaciones entre los chimila, examinando la manera en la cual se acercó a los indígenas y los métodos y presupuestos teóricos que guiaron sus pesquisas.
En la tercera sección se identifican y analizan los conceptos europeos que dominaron el pensamiento del sueco, interviniendo en la configuración de la idea de una irremediable decadencia de la sociedad nativa. En el cuarto acápite se examina el conjunto de prácticas mediante las cuales los indígenas se relacionaron con el mundo exterior, tratando de reconocer el impacto que tuvieron en las investigaciones de los exploradores y etnólogos de los siglos XIX y XX.
Finalmente, el último apartado está dedicado a las reflexiones históricas de los ette, actual población indígena del Ariguaní, sobre los acontecimientos que han sucedido en su territorio durante los últimos siglos, así como a los paralelos que guardan con las descripciones que personas como Bolinder efectuaron en sus respectivas épocas.
La consecución de los objetivos planteados demandó complementar el estudio de los trabajos de Bolinder con el de otro tipo de fuentes documentales e históricas. Asimismo, se empleó material etnográfico recogido durante varias temporadas de trabajo de campo durante los años 2003 y 2006 en las diferentes parcialidades que conforman el actual resguardo ette, en el departamento del Magdalena: Issa Oristunna y Ette Buteriya, cerca del curso medio del río Ariguaní, y Narakajmanta, en las estribaciones septentrionales de la Sierra Nevada de Santa Marta (Nino Vargas, 2007a: 1-23).
Por lo demás, la información presentada y las ideas argumentadas pretenden servir de introducción a dos textos de Bolinder sobre los chimila por primera vez publicados en castellano. Se trata de "Urskogens indianer", acápite de su libro Det tropiska snöfällets indianer, aparecido en 1916; y "Ett döende folk", aparte de la obra Indianer och tre vita, publicada en 1921. Junto a su célebre artículo de 1924 "Die letzten Chimila", desde hace algunos años disponible en castellano (1987), estos dos escritos son las principales fuentes documentales sobre la población indígena del Aríguaní de principios del siglo XX.
GUSTAF BOLINDER EN EL MAGDALENA GRANDE
La vida de Gustaf Bolinder se extendió de 1888 a 1957 y estuvo dedicada en gran parte al estudio de sociedades amerindias y africanas. A principios de 1914, junto a su esposa Ester Bolinder, llegó en barco a la ciudad de Santa Marta, Colombia.
Fue uno de los primeros antropólogos en arribar al país con una misión puramente etnológica, sin relaciones directas con empresas políticas o comerciales. El museo de Gotemburgo, en su natal Suecia, le había encomendado la tarea de nutrir la colección arqueológica y etnográfica con material del norte de Suramérica. Era una época en la que el creciente prestigio de la disciplina antropológica se manifestaba en la fundación de salas especializadas en museos, así como en la desvinculación de la figura del viajero naturalista y el funcionario colonial de la del etnólogo profesional.
Los Bolinder no tenían planeado quedarse en Colombia por un lapso prolongado. Sin embargo, el gran conflicto bélico que estalló al otro lado del Atlántico, y que se conocería en la posteridad como Primera Guerra Mundial, los obligó a permanecer en el país durante casi dos años. Mientras esperaban la normalización de la situación política europea, los esposos aprovecharon su tiempo para investigar los pueblos pasados y presentes del antiguo departamento del Magdalena, un área que comprendía todas las llanuras de la banda oriental del río Magdalena, la Sierra Nevada de Santa Marta, las estribaciones occidentales de la serranía del Perijá y la península de La Guajira.
Los primeros trabajos efectuados por los Bolinder fueron de carácter arqueológico. Ambos organizaron pequeñas expediciones alrededor de los centros poblados de la costa. Algún tiempo después, un corto viaje de reconocimiento por la Sierra Nevada de Santa Marta, región que preferían denominar "Sierra Tairona", los convenció de ejecutar un trabajo etnográfico extenso. Los suecos se sintieron profundamente atraídos por los indígenas ijka del flanco suroccidental del macizo serrano, también conocidos como arahuacos o bintukuas. De una larga estancia en uno de sus poblados, resultó la obra Ijca-Indianernas Kultur (1918), en la que Gustaf Bolinder examinó con detalle aspectos tan variados como la cultura material, la organización social y la vida religiosa.
Este primer gran trabajo fue complementado con expediciones más modestas. Los dos esposos visitaron a los kaggaba de la vertiente septentrional y a los busintana de la población de Atánquez, más conocidos hoy en día como kogi y kankuamo (Bolinder, 1916: 198-218). Asimismo, efectuaron reconocimientos en la península de La Guajira, las estribaciones del lago de Maracaibo y la serranía del Perijá, entre los antepasados de pueblos que hoy día prefieren denominarse, respectivamente, wayuu y yuko yukpa (Bolinder, 1916: 181-188; 1921: 107-122).
No obstante, ocuparon un puesto bastante marginal dentro de sus proyectos; los chimila de las llanuras del Ariguaní tampoco fueron completamente ajenos a los intereses de los suecos (Bolinder, 1916: 227-235; 1924: 200-228). Una gran parte de sus observaciones y vivencias al respecto quedaron consignadas en varios artículos científicos y libros de carácter anecdótico, a saber, Det tropiska snöfällets indianer (1916), "Los indios de las sierras nevadas tropicales"; Indianer och tre vita (1921), "Los indios y los tres blancos", y Över Anderna till Manastara (1937), "Por los Andes hasta Manastara (Maracaibo)". Posteriormente, Bolinder abandonaría gradualmente el estudio de los pueblos amerindios para interesarse por diversas manifestaciones culturales de sociedades africanas (vg. Bolinder, 1954).
EXPEDICIONES EN EL TERRITORIO CHIMILA
La mayoría de exploradores y etnólogos que visitaron el norte de Colombia prefrieron recorrer los desiertos de la península de La Guajira y los valles de la Sierra Nevada, antes que aventurarse por las selvas del Ariguaní, en el territorio chimila. Las razones de semejante proceder no pueden imputarse por completo a las inclinaciones personales de los investigadores. Las duras condiciones climáticas, la ausencia de asentamientos nativos nucleados y las pocas vías de acceso a la región debieron constituir inmensos obstáculos que desalentaron la realización de estudios etnográficos profundos (Nino Vargas, 2007a: 1-9). Los trabajos de Gustaf Bolinder no fueron una excepción.
El antropólogo sueco, esta vez sin la compañía de su esposa, recorrió en dos ocasiones una pequeña parte del territorio chimila. Tenía el propósito de recolectar material etnográfico y observar, hasta donde fuera posible, la cultura y vida social de los indígenas.
La primera visita la realizó en octubre de 1915. Junto a un indio ijka llamado Francisco, partió de la ciudad de Valle de Upar (Valledupar), bordeó por varios días las estribaciones de la Sierra Nevada y contactó a seis indígenas cerca de las orillas del río Ariguaní, cerca de Caracolicito.
Después de haber permanecido unas pocas horas con ellos, y de haber obtenido una valiosa serie de objetos, avanzó hasta Fundación y, de allí, Santa Marta.
La segunda expedición la efectuó en enero de 1920, junto a un fotógrafo y un peón, con el objetivo de tomar registros fílmicos y completar la colección que ya había iniciado un lustro atrás.
En esta ocasión partió de Fundación y halló a los indígenas no muy lejos del lugar del primer encuentro. Pernoctó cerca de sus chozas y, al día siguiente, lleno de artefactos y docenas de metros de película, regresó por la misma ruta que lo había conducido hasta aquel paraje.
Los estudios de Bolinder entre los chimilas se concentraron en la cultura material. Tal elección, un tanto estrecha si se tiene en cuenta la cantidad de temas abordados en sus trabajos sobre los pueblos de la Sierra Nevada, estuvo en consonancia con una estrategia de investigación frecuentemente empleada en la época. Consistía en visitar y describir rápidamente a un grupo indígena con el fin de realizar exámenes comparativos con la información recolectada. Una investigación de este tipo estaba respaldada por los procedimientos de clasificación de las ciencias naturales, por la creciente importancia de las colecciones etnográficas de los museos y, sobre todo, por el surgimiento de un método histórico conocido como difusionismo. Según este último, el examen de la difusión espacial de rasgos sociales era útil para la reconstrucción de secuencias temporales, la delimitación de áreas culturales y la identificación de lazos de parentesco entre diferentes poblaciones.
Semejantes premisas tuvieron una gran acogida en la patria de Bolinder y dieron origen a una corriente de pensamiento conocida como "Escuela Sueca", que tuvo entre sus principales representantes a Erland Nordenskiöld y Gerhard Lindblom (Herzkovits, [1952] 1987: 195; Hultkrantz, 1991: 67-81).
Con estos preceptos en mente, Bolinder intercambió los espejos, cuchillos, collares y pañuelos por toda clase de objetos chimilas, pudiendo hacerse a una cuantiosa colección conformada por prendas de vestir, bancos de madera, utensilios de cestería, herramientas domésticas y armas. Asimismo, describió rasgos culturales fácilmente observables, como la estructura de las casas, el uso de pinturas corporales, los tipos de cultivos, las técnicas de alfarería y, entre otros aspectos, los modos de preparación de alimentos. Después de haber comparado todo este material con el proveniente de otras poblaciones de América, el sueco concluyó que los chimila formaban parte de la gran familia chibcha y que, dentro de ella, compartían más rasgos con los grupos de la Baja Centroamérica que con sus propios vecinos arahuacos de la Sierra Nevada de Santa Marta (Bolinder, 1924: 226).
Los estudios de Bolinder sobre la filiación cultural de los chimila fueron novedosos no sólo por el empleo de un método relativamente riguroso sino, además, por haber llegado a unas conclusiones opuestas a lo que se había planteado hasta la fecha. Por ese entonces se daba por sentado que los pueblos chibchas habían alcanzado cierto grado de civilización y, por tanto, era improbable que tuvieran algo qué ver con aquellos habitantes de tierras bajas que, como los chimila, se habían enfrentado aguerridamente a la administración hispánica.
En efecto, durante el siglo XVIII la asociación entre el grupo y los belicosos caribes fue corriente, habiendo formado parte de una estrategia colonial de estigmatización contra las poblaciones no sometidas. Tal vinculación perduró hasta finales del siglo XIX, época en la cual varios estudiosos afrmaron la existencia de un lazo de parentesco entre los chimila y los guajiro, también considerados de estirpe caribe.
Tres décadas más tarde, el antropólogo Gerardo Reichel-Dolmatof desautorizaría a Bolinder, al asociar la cultura chimila a la de los grupos arawak y ubicar el área de origen de la etnia en las cuencas de los ríos Orinoco y Amazonas (Reichel-Dolmatof, 1946: 145-146).
Con todo, las investigaciones contemporáneas tienden a darle la razón al sueco. Los comparatistas han clasificado su lengua como chibcha y, aunque su lugar dentro de la familia es incierto, existe evidencia de afinidades con los idiomas hablados en el sur de Costa Rica y el noroeste de Panamá.
Sobre la base de nueva evidencia etnográfica, también se ha afirmado que muchas de sus pautas culturales presentan similitudes con las de otras poblaciones chibchas fuera y dentro de Colombia.
IMÁGENES DE DECADENCIA
Pero los trabajos de Bolinder entre los chimila no se limitaron a la clasificación y la comparación de cultura material. Los fríos y detallados exámenes de costumbres y artefactos se entremezclaron en sus textos con otro tipo de consideraciones generales desvinculadas de cualquier preocupación difusionista. El sueco bosquejó un retrato más o menos coherente, más o menos acabado, de la sociedad indígena, de su historia pasada, su situación presente y sus posibilidades futuras. Dentro de él predominaron las ideas de salvajismo y de decadencia.
La fuente de semejante clase de representación no parece haber sido tanto el evolucionismo anglosajón como lo fue el romanticismo alemán, tan cercano a la antropología sueca y al mismo Bolinder. Para la etnología germana, el salvaje y el civilizado eran representantes de dos tipos de sociedades entre las cuales no mediaba solución de continuidad.
En un extremo estaban los pueblos que, como vestigios del pasado, habían permanecido en estado natural: los naturvölken. En el otro, aquellos que, habiendo logrado emanciparse de la naturaleza, eran sujetos de la historia: los kulturvölken (cf. Zimmermann, 2001: 50). En cuanto urskogens indianer, "indios de la selva virgen", los habitantes de las llanuras del Ariguaní se encontraban en la primera categoría (Bolinder, 1916: 227).
En gran parte, los chimila se definieron por el tipo de entorno que ocupaban y por las percepciones que los europeos tenían sobre este tipo de ambiente. Selva y tribu, naturaleza y cultura, se confundieron para constituir un único orden. Describiendo la situación con la cual se toparon las huestes españolas, aseguró que estaba llena de "peligros desconocidos", entre los que se contaban animales feroces, pestes de insectos, plantas tóxicas y, entremezclados con las selvas y los matorrales, "los chimila con sus fechas envenenadas" (Bolinder, 1921: 204).
Los individuos con los que Bolinder se topó durante sus expediciones ciertamente no eran los mismos que se habían enfrentado a la administración colonial siglos atrás. Sin embargo, el sueco no titubeó en afrmar que, por lo menos algunos de ellos, conservaban "un semblante tan salvaje como se pueda llegar a desear" (Bolinder, 1916: 227).
Su cercanía al orden de la naturaleza se manifestaba en diversos aspectos. A pesar de haber observado el uso del algodón, el empleo de pintura corporal y la existencia de una interesante serie de artefactos etnográficos, Bolinder se refrió repetidas veces a su supuesta desnudez, a una aparente falta de cuidado corporal y a una pretendida simpleza tecnológica. El sueco terminó por aceptar la dificultad que implicaba imaginar un parentesco entre ellos y los antiguos chibchas de la cordillera Oriental colombiana, a quienes suponía altamente civilizados y poseedores de una rica y sofisticada cultura que impresionó a los europeos.
La otra cara del salvajismo fue la decadencia.
El contacto de una sociedad cercana a la naturaleza con la civilización europea conllevaba irremediablemente la desaparición. Pareciera concedérsele una importancia desmesurada al encuentro con la civilización occidental de los siglos XIX y XX, en comparación con la que se le otorga al dramático proceso de sometimiento llevado a cabo por la administración colonial durante la segunda mitad del siglo XVIII.
Para Bolinder, los reductos chimilas que habían logrado resistir a la presión española, junto a las prístinas selvas que les servían de morada, estaban condenados a extinguirse por obra de ferrocarriles, enfermedades, plantaciones y bebidas alcohólicas. El sueco creyó detectar su agonía en los más pequeños detalles de su vida cotidiana. Sostuvo que su "raza" se había "degenerado" por causa de dolencias y enfermedades, haciendo que los indios lucieran "facos y raquíticos".
Llevaban una vida miserable, sobreviviendo de magros cultivos y pobres faenas de cacería, sin poder celebrar ningún tipo de ceremonia, y con enormes dificultades para conseguir compañeros maritales. Rodeados de mestizos y empresas bananeras sedientas de tierras, el destino de los chimila estaba marcado por la tragedia. Los poco más de diez indígenas que Bolinder encontró durante el curso de sus dos expediciones eran, en su opinión, los "últimos restos independientes de una tribu antiguamente grande y poderosa".
De ninguna manera los pronósticos sobre una inevitable desintegración de la sociedad chimila se restringen a los trabajos de Bolinder. Ideas similares se hallan en toda la documentación de los siglos XIX y XX. Una y otra vez, las pocas personas que atravesaron la región del Ariguaní los describieron como reductos moribundos al borde de la extinción.
Al igual que Bolinder, el escritor colombiano Jorge Isaacs los trató de "restos" (citado en Castro Trespalacios, 1979: 48); el norteamericano Francis Nicholas los calificó de "degenerados" (Nicholas, 1901: 336), y el explorador francés Joseph de Brettes aseguró que era un "pueblo destinado a desaparecer" (Brettes, 1898: 471).
Pero fue después de la segunda mitad del siglo XX que semejante pesimismo alcanzó sus límites. Mientras que algunos etnólogos afirmaron que ya no valía la pena estudiar a los indígenas, ciertos lingüistas clasificaron su lengua como muerta (cf. Reichel Dolmatof, 1985, T. I: 17; McQuown, 1955: 521, 549).
Para muchos académicos los chimila eran unos pocos campesinos de cuya pasada organización social y cultura no quedaban sino rezagos sin importancia (Reichel-Dolmatof, 1946: 99; Uribe Tobón, 1977: 117; Zarante et al., 2000: 188).
Diagnósticos similares fueron emitidos hace menos de una década por medios de comunicación masivos, en los que se sostenía que el grupo era una "etnia en decadencia" (Herrera, 2004, Sección 1: 12-13).
LAS MODALIDADES DEL CONTACTO
Las consideraciones sobre la inminente desintegración social de los chimila son tan llamativas como enigmáticas, si se tiene presente que sus actuales descendientes continúan comunicándose en una lengua propia y compartiendo un rico bagaje cultural similar al de otros grupos amerindios (cf. Nino Vargas, 2008; Trillos Amaya, 1995).
La grave situación que atravesaba la sociedad indígena en la época, notablemente debilitada como consecuencia de las políticas coloniales, explica sólo una parte del pesimismo de los pronósticos realizados.
Podría argumentarse, con cierta razón, que muchos de los juicios emitidos fueron apresurados y no se hicieron sobre la base de conocimientos certeros, siendo el resultado de cortas temporadas en el campo. También es bastante factible que en gran parte hayan sido efecto de una concepción teleológica de la historia, según la cual el ascenso de la civilización occidental, así como la consecuente desaparición de los pueblos indígenas, eran parte de un proceso natural e irreversible.
En cualquier caso, es difícil reducir este tipo de testimonios a cálculos errados o proyecciones etnocéntricas. Las consideraciones sobre la declinación cultural chimila también pudieron haber sido producto de un complejo proceso de interacción entre la cultura nativa y la europea. Los exploradores y etnólogos que visitaron la región no pudieron limitarse a describir una situación objetiva, ni a actualizar un conjunto de ideas preconcebidas, puesto que también estuvieron expuestos a las prácticas y representaciones de aquellos individuos con los que interactuaron.
El modo específico en el cual los indígenas percibieron, se relacionaron y se opusieron a los extranjeros debió tener un enorme peso en la configuración de la idea de decadencia. Y es que si bien es cierto que los pronósticos pesimistas pululan en la literatura indigenista del norte de Colombia de los siglos XIX y XX, en ninguna otra parte son tan marcados como en el caso chimila, hecho que señalaría particularidades de la población del Ariguaní.
Una proporción considerable de los patrones culturales que configuraron el contacto interétnico debió consolidarse justo después de la violenta intervención colonial de la segunda mitad del siglo XVIII. Durante esta época la administración hispánica se propuso quebrar la independencia que habían conservado los grupos de las llanuras del Ariguaní mediante una política de guerra y de poblamiento que incluía la devastación del soporte material de la cultura indígena (Clarke Douglas, 1974: 78-100; Herrera ángel, 2002: 249-304; Uribe Tobón, 1977).
Las expediciones punitivas, los saqueos de poblados, la quema de cultivos y la captura y reubicación de prisioneros fueron comunes. Los nativos, para quienes las actividades bélicas hacían parte de la vida cotidiana, se enfrentaron al invasor mediante emboscadas y asaltos silenciosos. En la época se llegó a asegurar que una simple hoja de palma bastaba para esconder, no a un chimila, sino a una tropa de ellos (Julián, 1980: 154). La violencia ejercida por los dos bandos alcanzó tan alto grado que, acorralados por varios frentes y agotados por las numerosas ofensivas, los nativos terminaron por destruir sus pertenencias y sembrados (De Mier, 1987, T. II: 325, 347; Herrera ángel, 2002: 304).
La derrota militar y la profunda crisis demográfica y social que le sucedió obligaron a los indígenas a abandonar, fortalecer y transformar muchos aspectos de su antigua cultura. Las prácticas guerreras desaparecieron por completo y se adoptó una ética pacífica. Las alusiones a indios "feroces", "insultadores" y "rebeldes", todas muy comunes desde el siglo xvi (vg. De-Mier, 1987, T. I: 167, 282; T. II: 19; T. III: 321-323), cesaron abruptamente y en su lugar surgieron calificaciones como "inofensivos", "suaves" y "serviciales" (Alarcón, 1963: 24; Bret-tes, 1898: 471; Nicholas, 1901: 636). El fin de la actividad bélica, sin embargo, no implicó que un proceso similar ocurriera con algunas de las prácticas que la acompañaban. La autonomía, el sigilo y la rebeldía que otrora caracterizaron al guerrero chimila se agudizaron para manifestarse en una variada serie de comportamientos orientados al aislacionismo, el ocultamiento y el repudio de lo extranjero. Sería precisamente este conjunto de disposiciones culturales, hasta cierto punto movilizadas conscientemente por los indígenas, las que moldearían el contacto con agentes foráneos.
Notablemente afigidos por el creciente proceso de colonización, los sobrevivientes de la embestida española se retiraron a zonas selváticas de difícil acceso. Tal y como fue observado por numeroso testigos de la época, los encuentros con los indígenas empezaron a volverse raros, llegándose a poner en duda su misma existencia (cf. Strifer, [1880] 1986: 53; Brettes, 1898: 457).
Internados en la manigua, intentaron reproducir su antigua vida social, conservando su cultura material y rechazando la mayoría de elementos de origen foráneo.
Las descripciones de las pocas personas que pudieron conocerlos coinciden en muchos puntos con aquellas hechas casi doscientos años antes por funcionarios coloniales: el mismo tipo de construcciones y artefactos, la misma ausencia de patrones mestizos, como la ganadería y la cría de animales.
Asimismo, se aseguró repetidas veces que desconfaban de los extranjeros y evitaban a los mestizos, "sin hacer resistencia ni establecer relación alguna".
Los trabajos de Bolinder se inscriben en este contexto. Sin haber sido plenamente consciente del conjunto de prácticas y representaciones indígenas orientadas al ocultamiento, el aislacionismo y el rechazo a lo extranjero, el antropólogo sufrió muchos de sus efectos.
Mientras planeaba sus expediciones escuchó repetidas veces que los chimila ya habían desaparecido, dando los rumores por ciertos y planteando la pregunta sobre las causas que habían determinado su extinción. La realización del viaje tampoco estuvo exenta de problemas. Al sueco le fue difícil conseguir guías y bestias de carga, así como hallar los senderos que conducían a los campamentos de los indios.
Aunque durante la primera visita los nativos fueron relativamente cordiales y aceptaron los trueques que les propuso, en la segunda mostraron una abierta indisposición para atenderlo.
Al contrario de lo que había sucedido en otras regiones indígenas del norte de Colombia, en esta ocasión no fue recibido calurosamente, viéndose obligado a pasar la noche a la intemperie y sin probar bocado alguno. Los indígenas llegaron al extremo de ocultar la comida que consumían y escoltarlo por un trayecto para verificar que no regresaría.
Los inconsistentes cálculos demográficos realizados por Bolinder y sus contemporáneos son, por lo demás, uno de los aspectos en los que más se notan los efectos de los modos indígenas de relacionarse con los europeos. En los estimativos dados por los diferentes autores, separados unos de otros por muy reducidos lapsos de tiempo, la población chimila se multiplica y reduce en una forma que sólo es comparable con su habilidad para aparecer y desaparecer de las selvas del Ariguaní.
Aunque a mediados del siglo XIX el historiador José Alarcón aseguró que no sobrevivían más de cien almas (Alarcón, 1963: 24), en 1882 Jorge Isaacs sostuvo que su número se elevaba a mil ochocientos o dos mil individuos (Isaacs, [1884] 1951: 145).
Tan sólo trece años después, en 1895, Joseph de Brettes estimó que no eran más de trescientos (Bretes, 1898: 457), cifra que contrasta con la veintena de personas a quienes Bolinder consideró en 1920 los últimos representantes de la tribu. Por lo demás, dos décadas después, el antropólogo Gerardo Reichel-Dolmatof habría de hablar de por lo menos mil nativos (Reichel-Dolmatof, 1951: 105).
En algún punto de la segunda mitad del siglo XX la violenta expansión de la economía ganadera y la propiedad latifundista sobre las Llanuras obligó a la población nativa, una vez más, a cambiar sus estrategias de resistencia. Impotentes ante la expropiación total de su antiguo territorio, y obligados a vender su trabajo como aparceros y sirvientes en las haciendas recién fundadas, los indígenas optaron por mimetizarse entre la población mestiza que llegaba de otras zonas del país (Nino Vargas, 2007a: 50-56; Osorio Gallego, 1979: 20-48; Uribe Tobón, 1987b: 57-61).
Adoptaron sus vestimentas y cultura material, relegando el ejercicio de la vida tradicional a la clandestinidad. Observadores de la época notaron que "con frecuencia se les encontraba escondidos" y que "nunca utilizaban su idioma frente a visitantes o personas de la región" (Osorio Gallego, 1979: 29, 30).
Aunque la creación de un pequeño resguardo en la década de 1990 propició un espacio en el cual podían recrear con mayor libertad sus costumbres, la reactivación del conflicto armado colombiano y la incursión de grupos armados paraestatales en su territorio se sumaron a sus graves problemas. Hoy día son más de un millar de personas que, en una atmosfera de violencia y pobreza, se esfuerzan por mantener la vitalidad de su lengua y su cultura (cf. Nino Vargas, 2007a; Pueblo Indígena Ette Ennaka Penarikwi, 2000).
CATASTROFISMO INDÍGENA
Ahora bien; ni la imagen de decadencia que emerge de los escritos de exploradores y etnólogos, ni las estrategias nativas orientadas al aislacionismo, parecen estar desligadas de las representaciones de la actual población indígena del Ariguaní. A pesar de las profundas continuidades históricas tanto culturales como lingüísticas que pueden observarse, este grupo de personas niega enfáticamente ser "chimila", prefriendo identificarse con el etnónimo ette, literalmente, "gente". Semejante actitud está en consonancia con las reflexiones que han hecho sobre su propia historia. Desde su perspectiva, aquella guerrera tribu que luchó contra la administración hispánica desapareció para siempre algunas generaciones atrás. Su lugar fue ocupado por un nuevo pueblo del cual descienden los indígenas contemporáneos. Si bien el examen de este conjunto de ideas desborda los objetivos del presente artículo, algunos puntos merecen ser analizados.
El ejercicio tiene un marcado carácter experimental, puesto que existe un amplio lapso temporal entre las ideas compartidas hoy en día por los indígenas y aquellas que debieron compartir sus antepasados hace casi un siglo atrás. En cualquier caso, la comparación encuentra cierta justificación en la completa ausencia de fuentes sobre el tema, así como en la resistencia al paso del tiempo que caracteriza a este tipo de concepciones cosmológicas.
Para los ette los acontecimientos históricos se desarrollan entre dos puntos temporales que coinciden con el comienzo y el fin del universo. Esta concepción lineal coexiste con otra de carácter cíclico. Desde su origen hasta su final el cosmos soporta periódicamente procesos destructivos y regenerativos de patrones similares. La extendida idea de un origen y fin del mundo se complementa con aquella que supone que la transición de uno a otro extremo está caracterizada por cambios periódicos en la estructuración de lo existente. A diferencia de lo que acontece en otros grupos amerindios, para quienes el equilibrio es el estado ideal del universo, entre los ette los cataclismos y las catástrofes hacen parte del curso normal de la historia. Una y otra vez la humanidad ha sido aniquilada; una y otra vez ha vuelto a renacer de las cenizas (cf. Nino Vargas, 2007a: 67-101; 2008: 109-129).
No se tienen noticias precisas sobre los sucesos que tuvieron lugar durante los primeros ciclos destructivos. Los indígenas más versados en el tema consideran imposible que alguien sepa con exactitud lo que sucedió en estos estadios primitivos del universo. Los cataclismos y las catástrofes borraron la mayoría de rastros de los antiguos mundos, condenándolos al olvido y reduciendo los logros de las civilizaciones que los habitaron a fragmentos líticos y cerámicos desperdigados por la inmensidad de las Llanuras. Algo diferente ocurre con el proceso que le otorgó al universo su configuración actual. Los eventos que sucedieron durante el último período de destrucción y regeneración cósmico están bien presentes en el espíritu de los ette, figurando en numerosas narraciones míticas e invadiendo sus más privadas ensoñaciones nocturnas (cf. Nino Vargas, 2007a: 295-301, 346-347).
Hasta hace algunas cuantas generaciones, el mundo estaba habitado por los ette chorinda, "la gente antigua". Era un pueblo extremadamente belicoso que vivía en un estado de guerra permanente. Se asegura que eran estas personas, y no los actuales ette, los verdaderos "chimilas".
Sus más grandes enemigos, de otro lado, son frecuentemente identificados como "españoles". La dureza con la que los mitos describen los enfrentamientos entre los dos bandos sólo es comparable con los crudos testimonios que se encuentran en las crónicas coloniales del siglo XVIII. Las muertes, los combates armados, la destrucción de poblados y el hambre son temas que aparecen en ambas fuentes. Semejante estado de cosas enfureció a las deidades indígenas, quienes se encargaron de propiciar el advenimiento de un nuevo mundo. Incendios, diluvios y ventiscas de dimensiones colosales acabaron el mundo de chimilas y españoles, sepultando todo bajo espesas capas de ceniza y lodo. En la mayoría de historias su destrucción fue total, y sólo en algunas pocas ocasiones se sostiene que un pequeño grupo de indígenas pudo sobrevivir ocultándose en una guarida subterránea (cf. Nino Vargas, 2007a: 295-299).
Pero para el pensamiento ette los procesos de degradación son inseparables de los de regeneración. Las catástrofes que causaron el fin de los ette chorinda también propiciaron la aparición de un nuevo mundo. Las cenizas, las ruinas y el fango dejado por los cataclismos se convirtieron en un campo de cultivo propicio para el nacimiento de un grupo de personas destinadas a convertirse en protagonistas de la historia. Conformado por los padres de los padres de los actuales indígenas, ese pueblo adoptó el nombre de ette takke, "gente nueva". Los actuales ette, de esta suerte, no se consideran un pueblo de orígenes remotos, descartando cualquier tipo de lazo genético o histórico con las poblaciones que otrora habitaron el área
Si toma en serio esta serie de reflexiones históricas, así como el hecho de haber sido formuladas y reformuladas por varias generaciones, no es absurdo sugerir que los primeros encuentros entre chimilas y etnólogos debieron ocurrir en las inmediaciones del fin del mundo, en una época de zozobra y desesperanza. Aquellos indígenas que lograron sobrevivir a las violentas campañas militares lideradas por la administración colonial probablemente consideraron ser testigos de la conclusión de un ciclo cósmico e histórico. No debe olvidarse que durante los enfrentamientos con la Corona española fueron ellos mismos quienes terminaron quemando sus casas y sembrados y optaron por esconderse en la profundidad de la manigua. El catastrofismo debió invadir su cotidianidad, tornando la tristeza y el desasosiego en sentimientos generalizados. Las prácticas orientadas al ocultamiento y el aislacionismo debieron ir de la mano con una postura un tanto pesimista ante la vida.
Seguramente fue este conjunto de disposiciones el que llevó al explorador Joseph de Brettes a afrmar que sobre los chimila "se cernía la melancolía de los pueblos llamados a desaparecer" (Brettes, 1898: 478), y al antropólogo Gerardo Reichel-Dolmatof, a observar que los indios eran una "gente silenciosa que había olvidado reír" (Reichel-Dolmatof, 1946: 97).
También Gustaf Bolinder constató cierto decaimiento emocional entre algunos de los pocos individuos con que se topó, quienes estando convencidos del estado de degradación de su grupo añoraban huir al exterior (Bolinder, 1921: 206). Las opiniones de muchos de los actuales ette apuntan en un mismo sentido. Al ver los grabados y las fotografías tomadas por estos tres investigadores, así como al toparse con los restos arqueológicos que a menudo se encuentran en su territorio, sostienen que no tienen ninguna relación con su cultura o la de sus antepasados, perteneciendo, más bien, a los antiguos habitantes de la región: los chimila.
En síntesis, la violenta expansión del régimen colonial y republicano sobre las llanuras del Ariguaní pudo haber representado para la población nativa la consumación de una era. El sometimiento de los grupos que los europeos llamaban "chimilas" en el siglo XVIII, y la apropiación efectiva de su territorio en los siglos XIX y XX, fueron percibidos por los indígenas como un cataclismo de dimensión universal. Durante los años siguientes, debieron verse enfrentados a forjar un nuevo orden social, una nueva ética y una nueva identidad étnica, esto es, a animar un complejo proceso de regeneración y revitalización cultural. La culminación de esta serie de eventos seguramente estuvo marcada por la consolidación de los ette takke, un pueblo nuevo para quien todo pasado ha sido abolido. Exploradores y etnólogos como Gustaf Bolinder bien pudieron haber sido testigos, un tanto desprevenidos pero conscientes de ciertos síntomas, de tan importante transición. Es una lástima que la poca documentación disponible sobre el tema no permita ahondar en las dinámicas de semejante proceso.
CONCLUSIÓN
Si bien nunca fueron objeto de la misma atención que se concedió a otras poblaciones indígenas de Colombia, los habitantes de las llanuras del Ariguaní fueron contactados por varios viajeros y etnólogos a lo largo de los siglos XIX y XX. Este conjunto de personas dejó anotadas sus observaciones en al menos cinco lenguas en forma de poemas, relatos de viajes, diarios personales e informes académicos. Algunos, como el escritor Jorge Isaacs, combinaron el cumplimiento de misiones oficiales con las pesquisas etnológicas. Otros más, como el francés Joseph de Brettes, estuvieron movidos por el deseo de aventura y exploración. También estaban aquellos que se toparon con los indígenas gracias a una feliz coincidencia y aprovecharon la ocasión para tomar notas apresuradas sobre el encuentro, tal y como ocurrió con el historiador José Alarcón y el religioso Rafael Celedón (1886).
En el caso de Gustaf Bolinder, fueron la sed de conocimiento y los compromisos contraídos con una prestigiosa institución científica como el Museo de Gotemburgo las principales causas que lo llevaron a internarse en el selvático territorio chimila. Durante el curso de dos expediciones, el sueco llevó diarios de campo, tomó registros gráficos y escritos, recolectó una valiosa serie de objetos etnográficos y describió una pequeña muestra de patrones culturales. De igual forma, clasificó sistemáticamente la información recogida en el terreno y redactó varios informes académicos, en los que sustentó ciertas hipótesis sobre las relaciones que el grupo guardaba con otras poblaciones indígenas de América. Alejándose de los planteamientos comúnmente aceptados, aseguró que los chimila eran de estirpe chibcha y particularmente cercanos a los grupos del sur de Costa Rica y el noroeste de Panamá. Sus trabajos bien pueden ser considerados las primeras etnografías rigurosas hechas sobre la materia.
En cualquier caso, y a pesar de la supuesta neutralidad científica que guió la forma de acercarse y describir a los indígenas, la obra de Bolinder no dejó de estar surcada por las mismas ideas que dominaron los trabajos de sus predecesores y contemporáneos. Durante más de un siglo y medio, la mayoría de personas que se refrieron a los chimilas también se pronunciaron sobre su posible desaparición. Con ligeras variaciones de tono, una y otra vez fueron caracterizados como una sociedad inmersa en un proceso irreversible de desintegración. Más que el de ningún otro pueblo indígena del norte de Colombia, su futuro fue objeto de pronósticos pesimistas y desesperanzados. Casi invariablemente, aquellos que tuvieron la suerte de contactarlos creyeron haber sido los últimos en conocerlos.
Semejante tipo de ideas no resultaron de un conjunto de observaciones mesurables hechas de forma metódica en el terreno. Tampoco obedecieron exclusivamente a las concepciones progresistas y excluyentes de la sociedad de los investigadores, para quienes el curso de la historia coincidía con el ascenso y expansión de la civilización occidental. Muy al contrario, parecen haber emergido de un complejo proceso de interacción cultural. Ni simple inferencia desacertada, ni sola proyección eurocéntrica, la noción de decadencia fue el producto de la reunión de un variado conjunto de condiciones históricas, concepciones europeas y costumbres nativas.
A lo largo de los siglos XIX y XX, después de la violenta intervención colonial y durante la expansión de la economía republicana, la población del Ari-guaní enfrentó un período crítico de su historia. Una vez que su independencia fue quebrada y su antiguo orden social se volvió impracticable, los indígenas se vieron obligados a modificar una gran parte de sus pautas culturales. La manera en la que se relacionaron con los europeos estuvo sujeta a estrategias de resistencia orientadas al ocultamiento, el aislacionismo y el rechazo a lo extranjero. Asimismo, si se toman en serio las reflexiones cosmológicas de sus descendientes, es probable que consideraran estar atravesando por un período conclusivo de un ciclo histórico, estando su vida dominada por el catastrofismo. La inadvertencia de este conjunto de patrones por parte de exploradores y etnólogos como Gustaf Bolinder no significó que estuvieran a salvo de sus efectos. Antes bien, debieron ejercer una enorme influencia en la forma en que percibieron y retrataron en sus textos el supuesto decaimiento chimila.
Por lo demás, del estudio de los acontecimientos ocurridos en las llanuras del Ariguaní pueden derivarse interesantes conclusiones sobre la naturaleza del encuentro etnográfico. La relación que entablan etnólogos y nativos no puede equiparase a la existente entre un sujeto activo y un objeto pasivo, esto es, una relación en la cual uno de los términos, o bien, describe objetivamente al segundo, o bien, proyecta sobre él su subjetividad. A diferencia de lo que puede ocurrir en otras ramas de la ciencia, en este caso lo que se constata es la reunión entre dos agentes reflexivos. La etnografía es, de principio a fin, una empresa relacional y relativa. Por lo menos en teoría, aunque no siempre en la práctica, el contacto directo prima sobre cualquier otra premisa teórica o metodológica, originando un tipo de conocimiento interesado por las relaciones sociales pero que, también, es en sí mismo una relación social.
LOS CHIMILAS
El pueblo Chimila o ette ennaka (gente propia) es una etnia indigena que su mayor grupo poblacional habita en el resguardo Issa Oristunna (Tierra de la Nueva Esperanza), y Ette Buteriya (Pensamiento Propio), en el municipio de Sabanas de San Ángel.
También habitan en Itti Takke (Nueva Tierra), municipio de El Copey, constituido como Resguardo en 2021, así como en Naara Kajmanta (Nuestra Madre), en el corregimiento de Gaira, en Santa Marta. El 37,5% de los chimilas habitan dispersos, por fuera de estos asentamientos.
NOMBRES
Chimila- ett E‘neka "gente propia" "gente verdadera" - simiza, chimile y shimizya.
UBICACIÓN GEOGRÁFICA
A la llegada de los españoles, el pueblo Chimila ocupaba grandes extensiones que iban desde Río Frío y las estribaciones noroccidentales de la Sierra Nevada de Santa Marta hasta las inmediaciones de Mompox y la Ciénaga de Zapatosa; desde la banda oriental del Río Magdalena hasta las hoyas de los ríos Ariguaní y Cesar. Hoy se localizan en torno a la población de San Angel, ubicada en las llanuras centrales de los departamentos del Magdalena y el Cesar. Son también conocidos en la literatura como simiza, chimile y shimizya.
POBLACIÓN
El Censo DANE 2005 reportó 1.614 personas auto reconocidas como pertenecientes al pueblo Ette Ennaka, de las cuales el 52% son hombres (840 personas) y el 48% mujeres (774 personas). El pueblo Ette Ennaka se concentra en el departamento de Magdalena, en donde habita el 63,9% de la población sigue en La Guajira con el 20,0% (322 personas) y Cesar con el 2,9% (47 personas).
Estos tres departamentos concentran el 86,7% poblacional de este pueblo. Los Ette Ennaka representan el 0,12% de la población indígena de Colombia.
LENGUA
La lengua nativa de este pueblo se denomina Ette Taara y pertenece al complejo lingüístico Chibcha. De acuerdo al auto diagnóstico realizado por este pueblo en articulación con el Ministerio de Cultura, su lengua se encuentra en riesgo de extinción pues solamente el 23,5% de la población la habla y entiende, de los cuales la mayoría son ancianos y líderes de la comunidad. Es importante resaltar que hay una diferencia significativa entre los datos del CENSO 2005 y el autodiagnóstico realizado por el pueblo en articulación con el Ministerio de Cultura con relación al estado de la lengua nativa.
CULTURA E HISTORIA
Historia
Durante el siglo XVIII, los chimila protagonizaron rebeliones armadas constantes contra la expansión de la frontera de colonización sobre sus territorios. Las campañas de pacificación se intensificaron entonces con el apoyo de las misiones capuchinas, quienes a pesar de su esfuerzo por constituir pueblos de indios, no lograron vencer la resistencia de los indígenas a la nucleación de sus asentamientos y al cambio en su sistema religioso y cultural.
Sus tierras, denominadas desde la conquista “tierras de Chimilas“, recientemente se han visto afectadas por la extensión de las haciendas ganaderas, los auges extractivos del banano, la palma africana y el bálsamo de tolú, así como por el descubrimiento de yacimientos petroleros durante la primera mitad del siglo XX.
Cultura
En la cosmología del pueblo Ette Ennaka el Cosmos está conformado por diferentes estratos, los cuales van disminuyendo a través de ciclos destructivos marcados por cataclismos. De esta forma, cada cierto tiempo se destruyen porciones de lo existente y se da inicio a nuevas eras de la historia. Para el pueblo Ette Ennaka, la guerra contra los españoles que los llevó al borde de la extinción, representa uno de estos periodos de destrucción, el cual estuvo marcado por la violencia, el desorden y la decadencia (Niño, 2007). Los sueños y el acto mismo de soñar tienen una importante función social y cultural para el pueblo Ette Ennaka. A partir de los conocimientos cosmológicos interpretan y analizan colectivamente los sueños; y a través del acto de recordar, narrar e interpretar sus ensoñaciones diariamente, transmiten sus saberes y reproducen su cultura. Para los Ette Ennaka, el soñar es percibir la realidad profundamente, de una manera privilegiada y fundamental.
Tradicionalmente han sido conocidos como Chimilas, sin embargo este término es peyorativo para el pueblo, por lo cual se denominan Ette Ennaka, que significa “gente verdadera” en su lengua. A los otros pueblos indígenas de América los denominan Ette ejkongrate (la otra gente), y a las personas con ascendencia no indígenas los conocen como waacha.
En la actualidad los Chimila no conforman un grupo que tenga una integración sociopolítica definida, una cultura, una lengua y un territorio característicos. Los distintos estudios demuestran que su antigua organización social es difícil de reconstruir, quizás porque nunca han sido un grupo definido.
Los estudios de Reichel - Dolmatoff hablan de asentamientos dispersos, con muy poca interacción entre unos y otros, y muchas veces enfrentados entre ellos mismos. En términos generales el hombre cabeza de familia organiza el trabajo y sigue un patrón de residencia matrilocal. Las uniones matrimoniales pueden ser mixtas entre indígenas y mestizos o campesinos. En algunos casos se presenta la poligamia.
ECONOMÍA
La producción económica de los Chimila está sustentada en la horticultura, la cacería y la pesca, complementadas con la cría de animales y aves domésticas. Sin embargo, su participación en la economía regional es tan estrecha, que hablar de una horticultura propia es difícil. Es común que los indígenas se conviertan en jornaleros de las grandes haciendas, realizando los trabajos más pesados de tumba y roza de los bosques, bien sea para actividades agroindustriales o ganaderas.
El trabajo agrícola es compartido entre hombres y mujeres. Los primeros se encargan de efectuar las actividades de tumba, quema, siembra y limpieza, mientras las mujeres se encargan de la recolección. Es común que se establezcan mecanismos de asociación para adelantar los trabajos agrícolas. La actividad agrícola es complementada con la pesca, la caza y la elaboración de productos artesanales como mochilas y hamacas, pero la principal actividad productiva de los indígenas es el trabajo asalariado, hecho que permite la sobre explotación de la etnia.
Son comunes los casos de indígenas que, al convertirse en jornaleros o peones de las haciendas, terminan endeudados con el propietario de la tierra o reciben una paga en especie.
https://investigaciones.uniatlantico.edu.co/revistas/index.php/Historia_Caribe/article/download/1421/1239?inline=1
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