Río Magdalena, déjame vivir, déjame morir sobre tus arenas…
Esthercita Forero
Esthercita Forero
Por las ventanillas abiertas de los vehículos parqueados en una larga hilera pasaba un variopinto desfile de vendedores de loterías, casetes piratas, empanadas, chicharrón con yuca harinosa, gaseosas y toda suerte de hippies y rebuscadores profesionales varados en la carretera pidiendo “una pequeña colaboración” para seguir por los caminos de Colombia. Antes de arribar al embarcadero, ya dentro de su dársena, el ferry soltaba un largo pitido anunciando su inminente llegada, acelerando el pulso de conductores y pasajeros.
Todos atentos a esperar la maniobra de amarre de la nave y la humareda del desembarco ruidoso. Expectantes los viajeros a cruzar en el largo planchón de acero con motor el impetuoso Río Magdalena para ganar la otra orilla, dejando la silueta de edificios de Barranquilla con sus barcos perdidos cada vez más en el horizonte, devorando la cinta azul de la carretera cercada por manglares, el agua y las altas torres de aluminio que conducían la electricidad regional. Escasos 50 minutos del trayecto entre Barranquilla y Ciénaga que contrastaban con las penurias del mismo viaje en un pasado no tan lejano.
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Navegando la historia. En la primera mitad del siglo XX el servicio entre Barranquilla y Ciénaga era prestado por lanchas que partían del malecón Rodrigo de Bastidas, en la Intendencia fluvial, en horas nocturnas. Cruzaban, ronroneando pesadamente el motor, en un periplo de 8 horas pletórico de mosquitos, por un universo acuático de caños, esteros, ríos y ciénagas, arribando cuando clareaba el día a los muelles cienagueros, donde guardaba el ferrocarril con sus pitidos largos de partida. .
En 1956 se iniciaron las obras de construcción de la carretera entre Ciénaga y la ribera oriental del Río Magdalena (hoy Palermo), las cuales culminaron en 1960 dejando atrás las jornadas nocturnas de navegación. La nueva vía, con un trazado de horas no precisamente técnico, taponaba corrientes de aguas con la consecuente mortandad posterior de la flora y la fauna, pero por lo menos suponía como ventaja un acortamiento sustancial del viaje, reduciéndolo a dos, con el agravante del trasbordo. en el Río de los vehículos hacia su destino en Barranquilla. Fue allí donde apareció la solución de los ferries.
La empresa inicial que prestó este servicio de transporte fluvial fue la Marchena. Tenía unos pequeños ferries con un atracadero en la Terminal de Barranquilla, en el extremo de la dársena sur. Desde allí cruzaban el Magdalena hasta un muelle ubicado al interior del caño Clarín, en Los Cocos. Posteriormente, el Ministerio de Obras Públicas, a través de los Ferrocarriles Nacionales, ingresa a prestar el servicio con los ferries Magdalena, de 400 toneladas; Caribe, de 616; Atlántico, de 520, a los que se sumaría el Marchena, de 250.
Pasando el tiempo. Coincide el esplendor de los ferries con la construcción de edificios en el balneario El Rodadero desde la segunda mitad de la década de los sesenta, con el consecuente desplazamiento de barranquilleros hacia ese sitio turístico. A ello se sumaba el creciente tráfico con el interior del país y la apertura de la carretera Troncal del Caribe bordeando el litoral de la Sierra Nevada hasta La Guajira y Venezuela.
Nada raro ni extraño que ambos lados de las riberas del Río Magdalena se formaran colas de automóviles que en ocasiones tenían una longitud de 4 kilómetros. Y que se desarrollarán maneras de pasar el tiempo mientras se espera el trasbordo. El embarcadero escogido en Barranquilla fue un camino que partía de la vieja carretera a Soledad, en uno de cuyos puntos se construyó uno de los primeros moteles para el amor con nombre heroico de barco: el Normandie. En la medida en que crecía la cola de vehículos, sobre todo los fines de semana, deambulaban durante varias horas pasajeros y tripulantes de los vehículos aprovechando el rato para internarse en una de las espontáneas cantinas a beber cervezas embelesadas con rancheras y una que otra salsa. que se colaba en los picós, creando una auténtica atmósfera de feria.
El olor de las fritangas se colaba por las rendijas de los vehículos acicateando el hambre en las horas del mediodía, momento cumbre tropical en donde la temperatura desbordada podía calcinar un huevo sobre el pavimento de tierra apisonada y solo sobrevivían los aventuras que preferían el refugio de los abanicos en los tenderetes apurando bebidas frías. Detrás de los improvisados cambuches se mudaron sus propietarios y así, lentamente, se fue formando el barrio El Ferry. Un universo aparte de la ciudad que corría cercana a otros ritmos, una especie de islote de espera en la ribera de la Magdalena supeditada al vaivén incesante de las embarcaciones.
Los ferrys solo cobraban a los vehículos, así que cualquiera con ínfulas de turista podía embarcarse para disfrutar el viaje de casi 35 minutos entre orilla y orilla. Fue un paraíso soñado para los estudiantes 'leveros', los evadidos de sus colegios, decididos a gozarse del champú supremo de las brisas del Río, escondidos convenientemente en los pisos altos de las embarcaciones.
También de las parejas que pretendían disfrutar de un momento romántico contemplando el esplendor natural de aguas y cocoteros. El primer piso de los ferries estaba dedicado al parqueo de los vehículos, en el segundo estaba dispuesta alguna silletería de madera con venta de cervezas y gaseosas y, en el tercero, el comando del buque con su timón.
De ese segundo y tercer piso de los ferries saltaron, con suerte y sin ella, varios suicidas. En un definitivo encuentro acuático final, perdidos en la líquida turbulencia ocre, boyando tristes de vida hacia Bocas de Ceniza. Una noche ocurrió un memorable episodio de terror. Llovía a cántaros. La brisa destechaba tenderetes y todos se ponían a salva en donde hubiera posibilidad de refugio.
El agua se colaba por todos los intersticios. La luz eléctrica titilaba mientras los cables estaban mecidos por la furiosa ventisca. El ferry Magdalena estaba en ese momento cruzando el Río. En su afán de evadir los vientos que bamboleaban la embarcación con furia, el piloto le puso toda la potencia al motor cruzando el timón al máximo para enderezarlo, con una mala fortuna por partida doble: se apagó el motor, estropeándose la dirección quedando al garete. la embarcación en plena oscuridad. Gritos. Pitos incesantes.
Llamadas de auxilio por radio. Pánico en los embarcaderos ante la realidad de la peligrosa noticia. Salieron en la búsqueda del ferry sin control barcos y lanchas para evitar que se volcara y hundiera, o, en el peor de los casos, llegara raudo a las temibles Bocas de Ceniza. Fue rescatado con angustias y sin mayores peligros para los aterrados miembros de su tripulación. Alguna vez, también en uno de esos aguaceros tropicales en pleno Río, un autobús mal amarrado se fue al fondo del Río. “Sin ninguna tragedia que lamentar”, titularía la prensa al día siguiente el suceso, ya que por precaución los pasajeros tenían por costumbre recorrer las distintas secciones del ferry en su travesía, y al momento del percance de la hundida del automotor este se encontraba sin ocupantes.
Así como los mágicos tenderetes a la vera del atracadero del ferry llenaban sus minúsculos espacios con los pasajeros evadidos de la fila de vehículos, con la misma pasmosa prontitud quedaban vacíos . Solo bastaba que sonara el pito sordo de la embarcación anunciando su partida para que todos, prestos, encendieran sus motores al mismo tiempo para el abordaje. La frase más común era: “¡Corre que te deja el ferry!”.
Fin de los cruces. La era de los ferries cruzando el Magdalena para llegar a Barranquilla terminó por sustracción de materia. La Ley 113 de 1962 que impulsó la construcción del puente, un proyecto de Alberto Pumarejo, comenzó a hacerse realidad como obra de ingeniería durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo. Fue terminado en 1974 e inaugurado el 6 de abril de ese año por el presidente Misael Pastrana, todo sonriente, como siempre, con bombos y platillos, cortando la simbólica cinta en compañía de su señora esposa.
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Los Barranquilleros despidieron el último viaje de Ferry Atlántico 6 de abril de 1974 |
Eso sucedió a las 5 de la tarde. Desde la una de ese mismo día 6 de abril, se habían cancelado los viajes de los ferries. En 1973 cruzaron el Río 359.134 vehículos con un promedio de 984 diarios. El presidente Pastrana se montó a las 3 de la tarde en el ferry Atlántico para su último viaje de servicio en Barranquilla. La comitiva desembarcó en el kilómetro cero para el inicio de los actos protocolorios de inauguración del puente sobre el Río Magdalena.
A las siete de la noche, el puente se abrió oficialmente al tráfico vehicular. Acto seguido, llevaron las naves a un muelle provisional mientras les encontraban otros destinos. Una fue deshuesada por invencible vejez. Los otros dos sobrevivientes volvieron a prestar servicios en los tramos de los puertos de Salamina y Plato.
Esta vez los que se marcharon para siempre sin mayores afanes fueron los ferries.
Por Adlai Stevenson Samper, El Heraldo, marzo del 2012
donde encuentro mas informacion del los ferry marchena , magdalena. fotografias yel en acidente del ferry en el rio magdalena.
ResponderEliminarmi imail.: acosta_luiscarlos@yahoo.es
Excelente documentación de incalculable valor, mil gracias y bendiciones por su loable labor, como barranquillero enamorado y agradecido de Dios y mis Padres que me hicieron nacer en esta tierra, amante y difusor de nuestra bella historia, me gratifica hallar colegas y hermanos en la misma vibracion. Abrazos y muchas prosperidades
ResponderEliminarSaludos.
ResponderEliminarEn qué año se trasladó el ferry desde el terminal de Barranquilla hasta soledad.
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